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Lee el primer capítulo de “El secreto del submarino. La historia mejor guardada de la Armada de Chile”

Por ~ Publicado el 6 septiembre 2016

Sucedió en la bahía de Valparaíso, un viernes 10 de septiembre de 1976: el destructor Portales notó una vibración que hacía presumir que un submarino estaba en los alrededores. Después los buques Cochrane y Serrano detectarían un segundo objetivo subacuático. Ninguno era chileno. Ninguno respondía. La Armada chilena emprendió el ataque mientras los testigos suponían que se trataba de un ejercicio naval en el contexto de la operación Unitas. Cuarenta años después, “El secreto del submarino. La historia mejor guardada de la Armada de Chile” busca explicar lo que realmente sucedió aquella mañana. Agradecemos a Ediciones B la gentileza de compartir el primer capítulo de la investigación realizada por Daniel Avendaño y Mauricio Palma.

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Capítulo I

¡HUNDAN!

Jorge Sepúlveda Haugen es ingeniero, docente universitario y desde los quince años le han contado una historia controvertida y espectacular. La fuente para él es irrefutable: su padre, un connotado oficial de la Armada de Chile quien, junto con alcanzar los más altos cargos navales, llegó a ser uno de los integrantes de la poderosa junta de gobierno a fines de los ochenta. Como hijo, Jorge sabe que su papá no miente. Nunca lo ha hecho. Por eso es que un día lo convence de que le cuente otra vez el relato que tantas veces escuchó, pero esta vez frente a una grabadora. En cuarenta minutos, el vicealmirante Jorge Sepúlveda Ortiz narra con detalle lo ocurrido durante el segundo fin de semana de septiembre de 1976 frente a las costas de Valparaíso.

“Íbamos a posiciones para juntarnos con Unitas… y fue saliendo del puerto cuando tuvimos contacto. Efectivamente, el movimiento indicaba que era un submarino y me mantuve pegado a eso. Muchos no me creían”.

Sepúlveda Ortiz era entonces comandante del destructor Portales, uno de los catorce buques de guerra que a mediados de los setenta componían la escuadra chilena. “Los contactos, a la larga, fueron dos. Uno se arrancó en dirección noroeste y el otro seguía adentro de la bahía. Vinieron aviones de Quintero y también tuvieron contacto con sensores especiales”.

Aquella conversación entre padre e hijo terminó convirtiéndose en un testimonio invaluable. Sepúlveda Ortiz, quien ha escrito libros y es miembro honorario de la Academia de Historia Naval, es un hombre confiable. Como jefe de estado mayor llegó a ser el brazo derecho del almirante José Toribio Merino y también uno de los testigos privilegiados de las últimas horas del poder militar en La Moneda. Sin embargo, sea desde su hogar en el tranquilo balneario de Concón, o bien desde el lejano Aysén, hasta donde llegó hace algunas décadas con el propósito de colonizar la zona, prefiere que aquella grabación sea el único registro de la increíble jornada que le tocó vivir.

La mañana del viernes 10 de septiembre de 1976, Sepúlveda Ortiz y los doscientos hombres que estaban a su mando en el destructor Portales, se levantaron más temprano que de costumbre. La razón era simple: debían zarpar desde Valparaíso con rumbo al puerto de Talcahuano a participar en una nueva versión de la Operación Unitas, ese juego de guerra entre la poderosa Armada norteamericana y sus similares de Latinoamérica que cumplía dieciséis años de tradición.

El día estaba planificado en todos sus detalles. A las 7.00 de la mañana se dio el toque de diana Quince minutos más tarde, subieron los ciento treinta kilos de pan para los ranchos del viaje. A las 9.45 el Portales zarpó del puerto, activando sus sonares, dispositivos que a través de impulsos se convierten en los ojos del buque bajo la superficie.

Pero la calma duró solo dieciocho minutos.

A las 10.03 uno de los sonaristas del buque detectó un eco metálico de proporciones, una vibración que hacía presumir que un submarino rondaba en las cercanías.

La información llegó inmediatamente hasta el comandante Sepúlveda, cuyo talante sereno cambió bruscamente. Sabía que sus hombres no fallaban y él, un experto en electrónica, se había preocupado personalmente de instruirlos. Acto seguido, ordenó silencio total y su mirada se fijó en los aparatos. No podían ser los sumergibles chilenos: el Simpson estaba atracado en Valparaíso; el O’Brien iba camino a Talcahuano y el Hyatt aún no zarpaba desde Inglaterra. Todos esperaron el diagnóstico de su comandante. En pocos segundos, los peores augurios se hicieron reales: la anchura angular, el efecto hidrofónico, el ruido metálico y el efecto Doppler confirmaban la primera lectura de sonar.

“Es un submarino”, dijo Sepúlveda y sus palabras se deslizaron como un hielo entre los miembros de la tripulación. Inmediatamente el comandante ordenó contactar a las otras naves de la escuadra nacional. A partir de ese momento, la bitácora del Portales comenzó a escribirse copiosa y presurosamente, registrando cada detalle de lo que en pocas horas se transformaría en una jornada imborrable.

A las 10.29 de esa mañana Sepúlveda ordenó el alistamiento en primer grado. Desde ese instante, sus hombres debían cubrir sus puestos y prepararse para cualquier evento. El Portales era un antiguo destructor estadounidense, activo desde la Segunda Guerra Mundial y cuya última participación bélica había sido a fines de los sesenta en la Bahía de Tonkin, Vietnam, bajo el nombre de USS Douglas. Aquel viernes de septiembre de 1976, ahora con bandera chilena y signado con el número 17, volvía a prepararse para el combate.

En los minutos siguientes, los sonaristas del destructor Zenteno, que contaba con instrumentos más precisos, confirmaron la presencia de un submarino desconocido. Lo que quedaba de calma se esfumó cuando los buques Cochrane y Serrano detectaron una segunda nave no identificada bajo el mar. Muchos pensaron estar ad portas de un impensado ataque al principal puerto chileno. Mientras tanto, el operador sonarista del Portales informaba detalladamente al segundo comandante, Gustavo Marín Wilkins, los reiterados cambios de rumbo y de velocidad que realizaba el objeto subacuático.

Desde el centro de telecomunicaciones apostado en tierra, varios suboficiales monitoreaban los llamados entre los puentes de mando de los buques de la escuadra chilena. La urgencia era tal que algunos mensajes ni siquiera alcanzaban a ser codificados. Se despachaban como iban llegando. A esa altura no cabían dudas: las aguas territoriales estaban siendo vulneradas.

El jefe de la escuadra nacional, vicealmirante Hugo Castro Jiménez, solicitó instrucciones directas al almirante Merino, máxima autoridad naval del país y miembro de la junta militar. En la víspera del tercer aniversario del golpe de Estado que había derrocado al presidente Allende, los marinos chilenos estaban preparados para que ocurriese algún tipo de sabotaje. Las posibilidades eran muchas, pero jamás imaginaron un ataque submarino. Aquello no estaba en los cálculos de nadie.

“Ordene inmediatamente un zafarrancho de combate. Cérquenlos y si no se identifican, atáquenlos con todos los buques que sean necesarios. ¡Hundan al submarino!”, determinó Merino.

En un primer momento no fueron pocos los que pensaron que el contacto desconocido podría corresponder al submarino nuclear USS Gato, integrante de la flotilla estadounidense de la Operación Unitas. Ante eso, la Armada chilena no tardó en consultar a los norteamericanos por su ubicación.

“No somos nosotros. Estamos a varias millas de Valparaíso”, fue la escueta respuesta del grupo de Tarea 138 al mando del contralmirante James Sagerholm, un experto en guerra antisubmarina y quien por razones de seguridad se negó a entregar las coordenadas exactas de su nave. De hecho, se encontraban en el sur con más de 1.500 hombres repartidos entre los destructores USS Macdonough y el USS Davis, la fragata USS Thomas C. Hart y el poderoso USS Gato. Estaban a la espera para iniciar el ejercicio conjunto, sin embargo, los acontecimientos en la rada de Valparaíso obligaron a cambiar drásticamente la agenda del día.*

Descartado el submarino Gato, desde los altoparlantes de los buques chilenos se escuchó la sirena que ordenaba el zafarrancho de combate. Por los pasillos y cubiertas de las naves, los oficiales entregaban órdenes presurosas. Por primera vez los jóvenes marinos chilenos se enfrentaban a una situación de guerra real.

El alto mando ordenó que las fragatas Condell y Lynch, recién llegadas al país, se alejaran rápidamente del teatro de operaciones y así impedir que fueran objetivos de las naves infiltradas. Les siguieron los destructores Williams, Riveros y los cruceros Prat y Latorre. Al submarino Simpson le instruyeron no moverse. Se quedaría atracado al puerto. Solo cuatro embarcaciones permanecerían en la rada de Valparaíso para dar caza a la nave intrusa. Al Portales se le uniría el Zenteno, el Serrano y el Cochrane. Desde ese momento, estos tres últimos destructores adoptarían sus nombres de guerra: Delfín, Oporto y Congo, respectivamente. Al mando del operativo quedó el comandante con mayor antigüedad en la bahía y cuyo buque había detectado el primer eco metálico enemigo: el capitán de navío Jorge Sepúlveda Ortiz. La misión era iniciar una cacería para dar con el primer sumergible detectado, el cual se esforzaba por huir en dirección noroeste y cuyos movimientos eran seguidos atentamente por los sonaristas chilenos. A la segunda nave infiltrada se le perdió rápidamente la pista.

Como una manada acorralando a su víctima, los cuatro destructores comenzaron a cercar a la nave espía que, según los datos arrojados por los sonares, se mantenía en la bahía porteña, en posición frontal a la Universidad Técnica Federico Santa María. El comandante Sepúlveda instruyó que usaran el teléfono submarino para comunicarse con los intrusos y así lograr su identificación.

“¡Atención. Usted está en aguas territoriales chilenas. Identifíquese y aflore!”, ordenó uno de los suboficiales chilenos a bordo del Portales.

No hubo respuesta.

Sepúlveda, cuyo buque se encontraba justo sobre la nave infiltrada, ordenó nuevamente silencio total para escuchar hasta el mínimo ruido de movimiento metálico bajo el mar. Con las máquinas detenidas, la tripulación del Portales únicamente atinaba a dirigir sus miradas hacia el suelo de la nave. Solo se oían las respiraciones entrecortadas.

La noticia del operativo en las costas de Valparaíso llegó rápidamente hasta la embajada chilena en Lima.

Allí, el consejero de la legación diplomática Demetrio Infante fue testigo directo del contacto telefónico entre las armadas de ambos países. Los chilenos querían tener la certeza absoluta de que ningún submarino peruano hubiese penetrado los límites marítimos nacionales. Ante la negativa de la Marina de Guerra del Perú, la determinación del alto mando chileno, a cargo del almirante Merino, seguía adelante: hundir a la nave espía.

A las 13.00 horas en punto comenzó el ataque: bombas erizos y de profundidad salieron desde los destructores chilenos. En la bitácora del Portales se detalló minuto a minuto la carga arrojada, también los contactos de sonar que desaparecían una y otra vez, los cuales ponían en duda la efectividad de las bombas erizo lanzadas por estas naves: casi ninguna explotó. Pese a ello, el estruendo de las bombas de profundidad se prolongó por más de tres horas.

A las 16.49 se decidió ir más allá. Desde el destructor Zenteno se dispararon los primeros torpedos. Doce minutos más tarde, se repitió la acción. A las 17.10 los sonaristas perdieron el contacto con el sumergible, entonces se ordenó detener las máquinas para disipar las estelas y así dar curso al primer plan de rebusca. No se encontró nada hasta las 17.55, cuando nuevamente las pantallas identificaron a la nave y continuó el ataque, esta vez desde el Cochrane, tal como lo había hecho en la Segunda Guerra Mundial, cuando fue parte de la flota estadounidense y se hizo conocido por derribar aviones kamikaze.

Los buques chilenos no dejaban respirar al submarino espía. En cosa de minutos, la rada de Valparaíso se convirtió en un infernal teatro de operaciones, apenas previsto en ejercicios proyectados en la Academia de Guerra Naval.

Al estallar, los barriles explosivos provocaron torres de agua que alcanzaron los diez metros de altura, un verdadero espectáculo presenciado por miles de porteños y viñamarinos, quienes veían con ingenuidad estos ejercicios tan cerca de la playa.

Una acción de esta magnitud hizo que muchos marinos actuaran con ímpetu. Un joven subteniente a bordo del destructor Zenteno se fracturó su pierna al atascársele en el sistema mecánico de las cargas de profundidad. Cerró sus ojos, apretó sus dientes y a pesar del dolor, logró despejar los rieles. Aquel buque, construido a mediados de la década del cuarenta y que se había integrado a la Armada chilena en 1974, lanzó toda su artillería de profundidad, suficiente para aniquilar a cualquier acorazado que intentara infiltrarse en la bahía de Valparaíso.

Pero no solo en las aguas se libraba esta batalla. En los pasillos del imponente edificio que alberga la actual comandancia en jefe de la Armada, frente a la Plaza Sotomayor de Valparaíso, los oficiales corrían de un lugar a otro. Más de alguno pensó en una posible invasión. Por ello se hizo imperioso armar el mapa de los hechos. El jefe de estado mayor de la Primera Zona Naval, Arturo Silva Cañas, tomó el teléfono y llamó hasta el Fuerte Papudo, emplazado en ese entonces justo sobre el Club de Yates de Recreo, en Viña del Mar. No había mejor lugar para presenciar los hechos que estaban acaeciendo.**

“Aló, oficial. Habla su jefe de estado mayor. Infórmeme de todas las posiciones que están realizando los destructores. Aquí estoy imposibilitado de observar lo que sucede. ¡Usted será mis ojos!”, ordenó Silva Cañas. Al otro lado del teléfono, un joven oficial respondió afirmativamente y se dedicó a comunicar cada uno de los movimientos de las naves chilenas hasta bien avanzada la noche.

Algo similar ocurría en las demás reparticiones de la Armada. En la Escuela de Armamentos, ubicada en ese entonces en la recta Las Salinas, ruta que une Viña del Mar con el conspicuo balneario de Reñaca, los jóvenes cadetes que a esa hora se encontraban en clases debieron abandonar las salas y comenzaron a correr por los pasillos. Vestidos con tenida de combate y armados con fusiles de asalto, fueron ubicados a lo largo de toda la zona costera, desde Recreo hasta Concón. En cosa de minutos construyeron trincheras. La oficialidad temía un desembarco anfibio desde las naves espías, por lo que era necesaria toda la fuerza para impedir una posible invasión enemiga. Durante tres largos días, los jóvenes atrincherados en las arenas chilenas apuntaron sus fusiles hacia el Pacífico. Temían lo peor.

Por su parte, la Fuerza Aérea de Chile despachó desde la base aérea de Quintero, a 48 kilómetros al norte de Valparaíso, nueve aviones de guerra antisubmarina Grumman, los cuales lanzaron al mar sus sonoboyas, cilindros que al impactar el agua, comenzaron a transmitir las señales acústicas de sus hidrófonos. Estos de inmediato detectaron la presencia de la nave espía e iniciaron vuelos en círculo por la zona roja.

El asedio explosivo bajo el mar continuaba en la bahía de Valparaíso, pero de un momento a otro, los sonaristas comenzaron a detectar que cada vez la velocidad del submarino disminuía. Para los expertos, era una señal clara de que se encontraba averiado.

Durante esa tarde, el almirante José Toribio Merino recibió en su despacho a la totalidad del cuerpo de almirantes encabezados por el canciller Patricio Carvajal, quienes, según reportan las notas de prensa de la época, fueron a saludarlo en la víspera de su tercer aniversario al mando de la Armada. Poco después, Merino también fue visitado por el ministro de Defensa, el general Herman Brady. Es decir, mantuvo reuniones con su círculo más cercano de poder y donde —no es difícil pensar— los saludos y parabienes quedaron en segundo plano. A las 20.00 horas, el almirante cerró la jornada laboral con una ceremonia en que entregó la condecoración Gran Estrella al Mérito Militar al comandante de operaciones navales de la Armada argentina, vicealmirante Luis María  Mendía.

Mientras tanto, continuaba el intenso bombardeo en la rada porteña y a las 20.13 horas, cuando ya oscurecía, el mercante peruano Tacna fue misteriosamente autorizado  a zarpar desde la bahía de Valparaíso. Dos horas más tarde, a las 22.30, la tripulación a bordo del destructor Portales fue alertada por una vibración creciente: los marinos que se encontraban en la proa del buque, como también los equipos sonares de la nave, detectaron el ruido de un motor que se acercaba presurosamente.

“¡Contacto hidrofónico de torpedo!”, gritó el sonarista. Todo indicaba que al verse cercados por los buques, desde el submarino espía decidieron abrirse paso con un proyectil. El comandante Sepúlveda ordenó una maniobra de zigzag para eludirlo. Los marinos en cubierta alcanzaron a escuchar el motor del torpedo que rozó la proa del destructor chileno. Algunos cayeron al suelo. El proyectil siguió en dirección oeste y no dio con ningún objetivo hasta agotar su combustible y caer al fondo cenagoso de la bahía. Aquel torpedo era la más clara señal de que la batalla naval en Valparaíso estaba desatada: nuevas bombas de profundidad, erizos y torpedos reanimaron el infierno bajo el mar.

Ya de madrugada, mientras cientos de marinos chilenos a bordo de los destructores parecían vivir su noche más larga, los conscriptos asentados en la base naval de Talcahuano continuaban con un intenso trabajo logístico. La orden era trasladar la mayor cantidad de municiones desde los arsenales hasta el aeropuerto Carriel Sur de Concepción. Allí esperaba un avión Hércules al que subieron el armamento rumbo a Valparaíso.

El nuevo bombardeo del 11

Una intensa llovizna abrió la mañana del sábado 11 de septiembre de 1976. La persistente garúa obligó a la Escuela Naval de Valparaíso a trasladar la ceremonia de condecoraciones desde el patio de honor a los comedores. La mayoría de éstas eran para oficiales y suboficiales que tres años antes habían actuado en el golpe militar contra la Unidad Popular. Fue una celebración paradójica, pues en medio de la entrega de medallas, todos comentaban lo que sucedía a escasos metros, en la bahía de Valparaíso.

Desde el destructor Serrano lanzaron sucesivos ataques hasta que a las 11.00 horas, tripulantes del Cochrane avistaron un salvavidas que flotaba. Algunos supusieron que sería el primer resto náufrago y la confirmación del hundimiento del submarino espía, pero las dudas se disiparon al recogerlo: pertenecía a la Gobernación Marítima local.

El contacto del sonar se mantenía en forma intermitente y en ocasiones mostraba desplazamientos lentos, hasta que a las 17.06 ocurrió un hecho insólito: el pesquero particular María Teresa, bajo el mando de un oficial naval, pasó su red por el sitio de contacto del sonar hasta que ésta se quedó atascada con una fuerte resistencia. La orden que vino fue clara: que no se moviera hasta que el remolcador Gálvez llegara con su equipo de televisión submarino. Solo dos horas más tarde la red se desenganchó y al atracar notaron que la malla se había atascado con restos náufragos. En las siguientes horas, la intensidad de los contactos disminuiría y los destructores se dedicarían infructuosamente a la  rebusca.

Las dudas estaban instaladas. No se despejarían en décadas.

¿Qué había ocurrido? ¿Lograron las naves infiltradas evadir el intenso fuego o las cargas de los destructores chilenos sepultaron para siempre a los submarinos enemigos?

Han pasado cuatro décadas y en algunos círculos navales este incidente es conocido extraoficialmente como la Batalla del Marga Marga. Muchos exmiembros de la Armada de Chile optan por no referirse al tema. Quizás prefieren olvidar que en 1976 las fronteras navales del territorio fueron vulneradas en sus propias narices. O bien podría tratarse de un secreto de Estado al más alto nivel y cuyos testigos hasta hoy se escudan en un silencio forzado.

En el transcurso de esta investigación fueron varios los antiguos altos oficiales navales chilenos quienes, con diversos protagonismos en el operativo, literalmente cortaron el teléfono o se negaron a hablar. En los años posteriores a 1976, las distintas versiones siguieron cultivándose discretamente en los pasillos navales y en el fragor de conversaciones de bar. La historia se convirtió en leyenda. Algunos podrán pensar que se trató solo de un rumor alimentado por la oficialidad naval, con el propósito de levantar el espíritu de la marinería y así, dejar en claro que ningún extranjero violará los más de cuatro mil kilómetros soberanos. Si bien resulta un tema complejo, los años ayudan a destrabar un relato que pudo haber marcado la bitácora del régimen militar de Augusto Pinochet.

En cualquier caso, aquello que comenzó como un simple rumor es, en realidad, uno de los episodios navales más espectaculares y controvertidos de la historia chilena reciente y también un pasaje desconocido de la Guerra Fría latinoamericana. Un hecho que bien pudo terminar en una guerra.


* Durante la XVII versión de operación Unitas (1976), la Armada de los Estados Unidos realizó ejercicios conjuntos con las fuerzas navales de Brasil, Chile, Perú, Colombia, Venezuela y Uruguay.

** Ubicado en el barrio viñamarino de Recreo, el Fuerte Papudo tenía una superficie de 3,7 hectáreas de terreno, las cuales fueron enajenadas por la institución naval, dando paso en la actualidad a un moderno complejo inmobiliario de cinco torres llamado “Gran Océano”.

*** Durante la dictadura militar argentina (1976-1983), Luis María Mendía ocupó el tercer cargo de más alta jerarquía de la Armada de ese país. Fue condenado por delitos de lesa humanidad y se le atribuyó ser el autor ideológico de los denominados “vuelos de la muerte”, consistentes en arrojar desde aviones a los opositores políticos hacia el mar. Murió el 13 de mayo de 2007, a los 83 años, mientras cumplía arresto domiciliario.

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