El papel de los medios en la explicación de los casos Penta, Caval y SQM ha sido fundamental y da muestras de un periodismo fiscalizador y activo que puede entregar seguridad a una ciudadanía que necesita confiar en la información para tomar sus decisiones. Sin embargo, la ansiedad y el deseo de conseguir una historia original o de golpear a otros medios nos pone en un escenario también vulnerable, expuesto a la manipulación de terceros. Aquí, algunas reflexiones sobre los desafíos para el periodismo, las autoridades y la ciudadanía.

Tomás Mosciatti a Camilo Escalona en “Ahora Noticias” de Mega: “¿Ha escuchado de que la Presidenta podría haber dicho que podría renunciar?”. Revisa la entrevista completa.
La presidenta va a renunciar. El ministro de Interior emitió boletas supuestamente irregulares y su esposa también. Peñailillo ha urdido una trama intrigante y ambiciosa. En el segundo piso de La Moneda se tiran los pelos por la falta de coordinación y coherencia; ex funcionarios son traidores y se reúnen con el director de un medio para perjudicar a uno de los intocables. El caso Caval afectará a la presidenta más todavía, la tiene pendiendo de un hilo. Peñailillo saldrá del gabinete, pero no se irá solo. La presidenta, con una popularidad histórica a la baja, no soportará más y ocurrirá lo peor.
Lo anterior suena interesante para una descripción de país, aunque no es del todo cierto. Más bien, es un relato bien armado y que funciona con su perfecta estructura dramática. Chile, tan impune a escándalos de gran envergadura, bastante protegido por una cobertura periodística local y casi siempre demasiado cauta, ya no es lo que era. No somos honestos ni justos, nuestras autoridades nos engañan descaradamente y, para peor, cuando les pedimos explicaciones, el silencio es ley. El niño pródigo de América Latina se ha portado mal y eso no es un misterio para nadie. Ya hemos aparecido en The New York Times y The Economist como una nación que no se libró de la corrupción, y hemos caído en comparaciones que a algunos avergüenzan, porque supuestamente éramos muy diferentes a nuestros vecinos.
El rumor de una posible renuncia de la Presidenta Bachelet despertó las alarmas. Justo cuando ya aprendíamos a convivir con los nuevos detalles del negocio de Caval, con la complejidad de la participación de Penta en el financiamiento de las campañas políticas y con las listas de boletas supuestamente irregulares emitidas a SQM, llegaba el fin de todo. La guinda de la torta. El resultado de un bombazo a la ética nacional. El problema, eso sí, fue más de uno. No sólo podemos cuestionar y desmenuzar que los medios se hayan planteado enfrentar estos rumores, sino que, además, a esto se suma que la autoridad implicada, en este caso la Presidenta, no decía absolutamente nada.
No es mi interés referirme al origen del rumor de la famosa renuncia, porque lo cierto es que no hay una fuente única. Varias autoridades ya estaban deslizando, con y sin sutilezas, que la Presidenta estaba en la debilidad máxima y que lo de Caval le era inaguantable. Sí creo importante, sin embargo, discutir sobre cuál es el valor informativo real de un rumor, de un trascendido, de un “parece que” o “escuché que”. ¿La verdad? Cero. Un rumor no es noticia hasta que confirmamos que dejó de serlo, y en esa búsqueda estaban los medios cuando, tardíamente, Michelle Bachelet decidió desmentirlo. Aunque no a la prensa local, sino que, como por descuido, a un grupo de corresponsales extranjeros. No renunciaría, fin del rumor. ¿Fin en realidad?
LA NOTICIA DESEADA (O LO QUE ELEGIMOS CREER)
Una cosa es la noticia y otra es la noticia deseada, como bien explica el filósofo y periodista argentino Miguel Wiñazki en su investigación sobre la muerte del hijo de Carlos Menem, en 1995. Aquel accidente en su helicóptero todavía despierta suspicacias entre sus familiares. ¿Fue realmente un accidente o un atentado? ¿Fue un castigo para Menem, una vuelta de mano por decisiones políticas desafortunadas? Wiñazki plantea que no se trató de un atentado, aunque para la mayoría ésa sería la mejor historia que contar o, más aún, la verdad que el público eligió creer, y que en esto los medios cumplen un papel clave, pues no olvidemos que el periodismo construye realidades y lo que allí aparece como cierto (o casi cierto), lo es para la gente también.
Ante el rumor vayamos a la fuente, chequeemos con otra y otra, verifiquemos como corresponde. Porque en preguntar no hay engaño.
Ejemplos como éste hay varios: un niño adicto a la heroína en el reportaje “Jimmy’s World” de la periodista Janet Cooke en los 80 (Pulitzer incluido) en The Washington Post, y el más reciente “A Rape on Campus” de Sabrina Erdely para Rolling Stone en noviembre de 2014, también una historia de alto impacto y de una prolijidad y rigurosidad aparentemente impresionantes, aunque sustentada principalmente en una fuente y su historia, la víctima “Jackie”. Hay algo que une a estos dos trabajos, pese a la distancia temporal: el detalle. En ambos se encuentran detalles escabrosos y sorprendentes que abren nuestra mirada, nos hacen creer más en lo que se cuenta y nos hacen pensar que la realidad, en su crudeza, suele superar a la ficción.
El problema es que, en ambos, no estamos hablando totalmente de realidad. Cooke al poco tiempo reconoció —y por esto tuvo que, humillada, devolver su premio Pulitzer— que la historia de Jimmy era una mentira. Por su parte, Rolling Stone, dudando de la propia veracidad de su publicación sobre una violación múltiple en la fiesta de una fraternidad de la Universidad de Virginia, sometió el reportaje al chequeo de una comisión de expertos de la Universidad de Columbia, de lo que nació un informe que la misma revista publicó íntegro el pasado 8 de abril bajo el título “A Rape on Campus: What Went Wrong?”, en el cual se detalla la revisión de los especialistas con una gran conclusión: el artículo, dadas su falta de chequeo y escasa verificación, era un fraude y carecía del reporteo exigible para este tipo de historia, además de otras fallas. Es decir, la terrible historia de “Jackie” no era tan distinta a la historia de “Jimmy”. Mentiras verdaderas o como queramos decirlo, pero mentiras al fin.
En una mirada más local, no podemos olvidar aquella portada del año 2004 del diario La Tercera con aquella cita de Gema Bueno que desarmó una historia de intrigas, sexo, drogas y política: “Todo es mentira”. Aquel día, con esa declaración, la chica que ya estábamos acostumbrados a ver hablando con los medios sin descanso, reconocía que su historia de menor de edad adicta a las drogas, amante de un político reconocido y conservador y hasta testigo de un crimen a una niña llamada “Margarita” (otro personaje), era falsa. Un invento. Una manipulación con fines políticos que los medios de comunicación y el público nos tragamos con gusto. ¿Por qué? Nuevamente porque se trataba de una historia impactante, con buena trama, buenos personajes y el supuesto destape de una sociedad enferma y peligrosa que no dejaba a nadie fuera.
RESPONSABILIDADES COMPARTIDAS
El rumor es peligroso en periodismo porque no tiene ni principio ni fin: no sabemos exactamente de dónde vino y tampoco tenemos certeza alguna de cómo terminará. Un rumor no debería ser considerado para una publicación, es cierto, pero al no hacerlo, deja un espacio de vacío y vulnerabilidad tal que son las mismas personas las que construyen y completan la historia, y sabemos que la imaginación da para mucho. Es así como surgen teorías conspirativas, la sospecha se instala como una amenaza permanente y hasta los medios dejan de creer en sí mismos. Nada peor que la incertidumbre para iniciar nuestra propia película. Por eso, en periodismo el rumor hay que seguirlo hasta descubrir si hay algo de verdad en él.
¿Un rumor es casual? Por supuesto que no, y eso es lo que nos compete como informadores. Tener ojo, ser cautos, excesivamente desconfiados, porque en momentos como éste es cuando todos los bandos necesitan instalar sus “verdades”, ya sea para liberarse de culpas o para golpear un poco más al adversario. Y para eso, nada mejor que dejar que algo “trascienda”, como un objeto inanimado por las salas de prensa, poniendo a prueba la ansiedad del periodismo nacional que, al ser también parte de esta rareza actual, busca más respuestas que nunca.
Si hay algo que exigen tiempos como éstos es que no se piense que las responsabilidades y los deberes son unilaterales. El público, el periodismo y las autoridades tienen deberes compartidos. El periodismo debe fiscalizar y verificar cada información que da a conocer como tal; la ciudadanía debe exigir que se satisfaga su derecho a la información y al mismo tiempo debe cuestionar a los medios y exigirles verdad y no ficción. Por otro lado, las autoridades deben asumirse como actores del proceso y ser capaces de hablar, ya que también son parte del contrato social.
Por lo mismo, las conferencias de prensa —que en realidad son lecturas de comunicados sin aceptar preguntas finales— no benefician a nadie. Nos dañan como sociedad, porque nos dejan con las dudas suspendidas, algo que es egoísta e injusto. Una autoridad tiene la obligación de referirse a asuntos que son relevantes para los ciudadanos. Y los ciudadanos, a su vez, deben ser más exigentes. Los periodistas, en tanto, tenemos hoy la oportunidad de desplegar todas nuestras habilidades y de cumplir con los deberes que nos otorga el mandato de las personas, porque la información les pertenece y, por lo mismo, el engaño, las ficciones y las noticias deseadas no tienen nada que ver con lo que se espera de nosotros: que no trabajemos para intereses particulares o personales, que no nos dejemos manipular y que le demos al público lo que necesita saber.
Y ante el rumor, que vayamos a la fuente, que chequeemos con otra y otra, que verifiquemos como corresponde. Porque en preguntar no hay engaño.