Opinión

Resiliencia (o cómo hacer periodismo sin los correctores de prueba)

Por ~ Publicado el 20 enero 2015

Sin la figura del corrector como excusa para desentenderse de las propias taras ortográficas y gramaticales, los periodistas y sus editores han tenido que reapropiarse de un rol antiguo: ser los guardianes del lenguaje y los garantes de la calidad de lo que ellos mismos firman. ¿O alguien quiere que su artículo lleve “asechan”, “reincersión” y otras escalofriantes versiones?

Foto: Brooke Jarvis, Twitter.

Foto: Brooke Jarvis, Twitter.

Ha ocurrido en los últimos años y nada indica que vaya a dejar de pasar, menos en el contexto de la “crisis del papel” que afecta a los diarios en todo el mundo. Bajo la lógica de la reducción de costos operacionales, las empresas de medios de comunicación realizan cada cierto tiempo desvinculaciones masivas que diezman redacciones, imprentas, áreas comerciales e incipientes áreas digitales. Es una situación ingrata que se vuelve especialmente triste cuando se ha sido parte de una redacción y se conoce la importancia de las bambalinas —y más aún, a las personas— que integran la cadena productiva de la información. No se puede pretender que, de entre todos los gremios, el periodístico no padezca su propio ombliguismo.

El 31 de octubre de 2014 el holding Copesa despidió a casi un centenar de trabajadores de sus diarios de papel y digital, decisión por supuesto unilateral que había sido advertida por los sindicatos respectivos y que generó el repudio de muchos profesionales y técnicos del gremio. Pero esta vez tuvo como ingrediente inédito el desmantelamiento total del área de correctores de prueba y, con ello, la desaparición de uno de los más antiguos controles de calidad de las publicaciones.

Las redacciones están obligadas a invocar la resiliencia propia de una industria cuyo producto estrella se consume y desecha en cosa de horas. Mientras tanto, no parece mala idea volver a abrazar el lenguaje.

El rol, y qué decir las personas, fueron considerados prescindibles. Agréguese el componente emocional. ¿Qué periodista de medios escritos no tiene recuerdos, buenos o malos, de los correctores de prueba? A veces nada más que los ojos tranquilos y frescos que revisan nuestras páginas escritas con apuro, pasión y estrés, corrigen por igual pequeños errores involuntarios y faltas de ortografía atroces, y proporcionan con su trabajo la tranquilidad respecto a la presentación final del texto y, por lo tanto, de su imagen ante los lectores.

Desde noviembre que al revisar La Tercera asistimos con regularidad al espectáculo de las faltas de ortografía, a veces dos por párrafo, y de los motes en su extensa variedad: espacios en blanco, palabras mal separadas, falta o exceso de acentos, comillas, énfasis, líneas viudas, signos de puntuación encabezando las líneas, cuñas sin sentido, etc.

¿Fue una mala decisión que afecta el producto final, como sostiene uno de los correctores despedidos? No es que antes no hubiera habido errores en las páginas de los diarios. Alguien podría argumentar que una publicación, en particular, cometió más barbaridades de portada que su competencia. El punto es que había menos de los que espontáneamente se producían en las primeras versiones de los textos y, sobre todo, había personas entrenadas y profesionales pesquisándolos. En ese sentido, el producto final está sufriendo a vista y paciencia de los lectores.

Pero también se abre un espacio de reflexión. Sin la figura del corrector como excusa para desentenderse de las propias taras ortográficas y gramaticales, los periodistas y sus editores han tenido que reapropiarse de un rol antiguo como su tradición misma: ser los guardianes del lenguaje y los garantes de la calidad de lo que ellos mismos firman. No queda más alternativa que volver muy atrás en el tiempo para escribir con minuciosidad, consultar diccionarios en papel u online, leerse en voz alta y otras técnicas. ¿O alguien quiere que su artículo lleve “asechan”, “reincersión” y otras escalofriantes versiones?

Quién sabe si el rol del corrector —que, por otro lado, prácticamente no existe en diarios regionales de papel ni en medios digitales— reaparezca. Una vez más, las redacciones están obligadas a invocar la resiliencia propia de una industria cuyo producto estrella se consume y desecha en cosa de horas. Mientras tanto, no parece mala idea volver a abrazar el lenguaje. Con algo hay que consolarse.

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