Opinión

Kill the Messenger: cuando es más fácil pegarle al periodista

Por ~ Publicado el 7 noviembre 2016

Según datos de la empresa de análisis Cognitiva, un 31 por ciento de los comentarios de noticias en Chile son críticas a la prensa y no al contenido en sí. En estos apuntes sobre el troleo contra periodistas en internet, Juan Carlos Ramírez recuerda una experiencia reciente con un conocido escritor nacional. “Uno, que debería acostumbrarse a la violencia y el odio en las redes, nunca está preparado”, escribe.

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Tiemblan los formatos, se estremecen las cifras de ventas, hay rumores de apocalipsis now total en las redacciones y el periodismo sigue ahí: como una profesión/oficio mutante, que se adapta a todas las condiciones posibles y que todo el mundo puede criticar con relativa impunidad.

Y esto último es un problema: nuestro lugar en el mapa.

Porque es mucho más fácil matar el mensajero, aunque todo a tu alrededor se caiga a pedazos como escribió Plutarco hace dos mil años.

El disparador que me hacen escribir este texto es la preocupación de mis colegas por un troleo que “padecí” de parte de un famoso escritor y cómo manejé el asunto.

AUTOESTIMA PROFESIONAL 

Mi psicoanalista dice que hay que confiar en cómo procesamos las experiencias pasadas. Es decir, si para nosotros un detalle, gesto, acción minúscula fue importante, es que efectivamente fue trascendente. Así que me permito contar esta anécdota: llegué al aeropuerto de Atlanta con mi flamante pasaporte que indicaba que era periodista. El policía, que no se caracterizaba por su dulzura ni amabilidad, por cómo había tratado a la gente que me antecedía, me miró de arriba abajo, hizo un sonido extraño, me preguntó la razón de mi viaje (una feria de arte contemporánea) y revisó mi pasaporte. Su cara cambió, sonrió y me dijo: “Bienvenido a EE.UU., señor periodista”. Después consulté sobre el asunto con otros colegas instalados en ese país, y me decían que por ser un país grande, con libertad de expresión, con el ícono del Watergate y donde incluso hay un modelo de negocios —publicas reportaje, lo conviertes en libro, Hollywood compra los derechos, se vuelve película— la profesión es tomada en serio.

Cuando uno decide estudiar periodismo —mientras tus padres idealizan carreras “respetables” como derecho, medicina o incluso ingeniería comercial— y escucha frases de los propios colegas o profesores diciendo  “esto es un apostolado” o “¿pero para qué estudiar esto si está lleno de periodistas?”, uno ya se empieza a sentir poca cosa. Lo que se impone en el imaginario es el periodista al servicio de la entretención, el notero chistoso o el que intenta que el famoso le baje el vidrio a la salida del canal. Y al mismo tiempo se espera la figura mesiánica de un periodista capaz de dejar callado a un senador, que saque sorpresivamente documentos comprometedores en plena entrevista o que sea baleado por estar investigando más de lo que debía, a lo “Bala Loca”.

Sin embargo, a la hora de armar presupuestos o grupos de trabajo el “gremio” es percibido como gente que escribe bien y capaces de procesar/gestionar información de manera rápido. Pero, al ser algo que no requiere mayor especialización (todos escribimos, todos procesamos), puede contratarse al que cobre menos. Eso ha generado un modelo donde el colmo son los grupos de Facebook: ante cualquier ofrecimiento (CM por 100 mil pesos, encargado de comunicaciones por 300 o ad honorem) salta un promedio de 10 a 30 profesionales ofreciéndose y justificando su decisión de trabajar por poco sueldo porque “si se hace bien la peguita, uno puede ir avanzando”.

Pero también está la búsqueda de aprobación por parte de las fuentes. Algo común, pero que afortunadamente no funciona tan perfecto como antes. Porque, no me digan que no es seductor que un político, empresario o escritor te ofrezca tácitamente pertenecer a su mundo tan top, tan bien conectado, tan distinto al periodismo, a cambio de “hacer bien el trabajo” (léase: dejarlos bien, transmitir exactamente lo que desean, amplificar su mensaje). Algo que efectivamente sucede, con diversos niveles de intensidad que van desde cambiar una foto para que el entrevistado se vea bien o llamarlo para alertarlo de una frase escandalosa que dijo en “on” para reemplazarla por algo menos llamativo.

A esos juegos de seducción estaba acostumbrado Piñera cuando censuró una pregunta a la BBC. Pero no es su culpa: él y sus asesores pensaban que la cadena inglesa funcionaba bajo el modelo chileno de toda la vida y que nunca harían público ese percance. Pero también uno, en su camino hacia la profesionalización (que no es lo mismo que ser titulado o tener años de experiencia) cae de cabeza en todo este contexto.

NO ALIMENTAR EL TROL

En Chile ser troleado en redes sociales se volvió tema cuando los famosos ingresaron a ellas. Y eso siempre es con años de retraso frente a nosotros, “el ciudadano a pie”. Aún recuerdo un capítulo de Podcaster (QEPD) el 2010 cuando varios líderes de opinión se quejaban de los trols. Incluso Rafael Gumucio entrevistó a un tipo que se hacía pasar por él, como ejemplo de lo loco que era este mundo de Twitter. Pero, para los fogueados en foros o blogger había ciertas reglas: no intervenir si hablaban mal de ti entre terceros, no borrar los troleos a menos que sean muy necesarios, mantener la calma y, muy importante, don`t feed the trol. Es decir, no responder, no interactuar, no pelearse con un trol.  En esos años incluso habían comunidades de trols como la del Clinic, donde entre ellos se hablaban, que finalmente en el rediseño se perdió. O la clásica de Emol que ya tiene una cuenta de Twitter que selecciona los post más irritantes: @ComentarioEmol.

El problema es que, claramente, uno no podía ajustarse precisamente a esas reglas tácitas ante los que hablaban mal de ti o intentaban humillarte. Más aun cuando eres periodista (o freelance) y los límites entre la persona y el medio que representan nunca están del todo claros. Una respuesta torpe a un trol puede meterte en problemas si estás demasiado identificado con un medio. A veces, salir a aclarar un tema elegantemente puede dejarte bien o, incluso, humanizar al troleador. Pero la mayoría de las veces, sobre todo considerando el momento en que lees o te enteras del troleo —mientras cenas, cuando estás en un taco, en un break de un artículo que preparas— hace que sobredimensiones todo. O que incluso, todos se vuelvan contra ti y tus reacciones anti-troleras.

En el libro “Humillación en las redes” de Jon Ronson, se analiza el tema en profundidad a partir de historias de gente que intentó manejar, de forma torpe o inteligente, el tema del troleo. “En Twitter decidimos por nosotros mismos quién merecer ser machacado”, escribe. “Creamos nuestros propios consensos, sin dejarnos influenciar por el sistema judicial penal o los medios de comunicación. Eso nos hace temibles”.

HISTORIADORES, BEST SELLER Y YO

Y esto me pasó a mí.

Un domingo, buscando información leí como en la web Red Seca , un grupo de historiadores jóvenes analizaban el volumen 2 de Historia secreta de Chile de Jorge Baradit. El mismo ejercicio que ya habían hecho con el primer volumen, donde básicamente cuestionaban el valor de “secreta” asignado por el escritor-diseñador, ahora se centraban en las reacciones públicas de éste y sus “interpretaciones torcidas” (según ellos).

Yo veía todo esto comiendo palomitas como ese meme de Michael Jackson en el video de Thriller. A mí me cae bien Baradit. Como personaje logró llegar a un gran público sediento de delirio mezclado con conspiraciones y hechos históricos. A Pagina/12 le pasé una copia de Synco, que fue elogiada (y el escritor me lo agradeció en su blog), lo he entrevistado varias veces y lo propuse para que participara con Lluscuma como novela por entregas para La Segunda. Después se convirtió en libro, de hecho, aunque no recuerdo si aparece ese detalle en la contratapa.

Hasta que me pidieron hacer algo con él. Me contacté con una decena de profesionales. Las respuestas de los que quisieron participar fueron unánimes: gran promotor de su obra, textos sin demasiada calidad académica, excelente oportunidad para debatir sobre historia. También le mandé un correo  al escritor sobre si tenía algo que agregar y me dijo que no.

En la tarde, cuando mi cabeza ya estaba en otros temas empezaron a saltar ventanitas de Facebook y de Gmail.

—¿Te sientes bien, Juan Carlos?

—¡Que lata lo que te pasó!

­—Oye, te hiciste famoso ¿ah?

—¡Ánimo!

—¿No quieres conversar?

Así me abordaron varios colegas. Incluso algunos que se me cruzaron en el diario. Y yo no entendía nada. Hasta que empecé a ver que el asunto se convirtió en trending topic nacional.

Vamos a ver, dije, rascándome la cabeza. La escena era del terror: el tipo me atacaba a mí en su Facebook (no a los académicos, curiosamente), decía que yo era víctima de una conspiración, que estoy falseando la realidad, que soy un asco como profesional y ser humano. Sus fans asentían y hasta amenazaron con dañar mi integridad física.

Jon Ronson, nuevamente:  “No es de extrañar que sintamos la necesidad de deshumanizar a aquellos a quienes hacemos daños, ya sea antes de hacérselo, después de hacérselo o mientras se lo estamos haciendo. Pero siempre nos pilla por sorpresa. En psicología esto se conoce como disonancia cognitiva. Es la idea de que nos resulta estresante y doloroso mantener dos creencias contradictorias a la vez (como la idea de que somos amables y la de que acabamos de destruir a alguien). De modo que, para aliviar el dolor, creamos explicaciones ilusorias para justificar nuestro comportamiento incoherente”.

Eso lo tuve en mente al analizar mi reacción. Uno, que debería acostumbrarse a la violencia y el odio en las redes, nunca está preparado. La mayoría dispara, se mete en peleas latosas y al final termina “tuitersuicidándose”. O se lo guarda y no responde nada hasta que el otro se aburre.

Lo que yo hice fue, primero, determinar cuánto de “real” había en estos ataques y ponerme en el lugar del atacante. Por esta disonancia cognitiva, el escritor no quería lanzarse contra los académicos sino contra el mensajero que veía más fácil atacar sin necesitar argumentación. Aparte, para que andamos con cosas, el periodista siempre es el más débil del asunto así que siempre será fácil atacarlo a él, independiente del artículo o de lo que dicen sus entrevistados. Además, el argumento de los medios malvados controlando la realidad, parecía ser suficiente.

Por ende, había que asumirla como una ficción que solamente podía enfrentarse respondiendo amablemente en su sitio algo así como “Entiendo tu punto, aunque no estoy de acuerdo con él. Saludos”.

Lo segundo que hice fue incluir en mis redes sociales —en caso que alguien llegara, cosa que no pasó— una entrevista que le hice al propio autor, anunciando una novela por entregas en ese medio que él odia tanto. Nadie llegó y todo se mantuvo en tranquilidad.

¿El resultado? Él siguió reclamando a sus fans —¿para que llevar la pelea a otro lugar donde la gente no estuviera de acuerdo él?— y algunos colegas se rieron del tema y hasta me defendieron.

Y yo seguí trabajando en otros temas, con ese ruido de fondo a bajo volumen.

Mi punto: el microclima de las redes sociales muchas veces se lee como si fuera la realidad, sin entrar a considerar que es una ficción, un relato, una postura. Mientras eso no se materialice en una discusión real, muy poca importancia tiene. Eso, por supuesto, requiere fuerza de voluntad, conocerse a uno mismo y tener claro que  la vida no pasa por las redes aún. O, cuando recibes una alerta de un troleador a las 4 de la mañana, pensando en que debe estar muy preocupado y tú quieres seguir durmiendo y la borras.

Final:

Un correcto manejo de crisis asume que la realidad de las redes es una ficción. Como una novela construida con elementos de verdad. Sumergirse en ella es tentador, sobre todo en una carrera con la autoestima herida como la nuestra. En nuestra loca búsqueda de aprobación, sumada al grado de identificación que tenemos con los medios donde colaboramos, muchas veces leemos mal el asunto. De hecho, es perfectamente posible tener en llamas las redes, mientras tu vida personal es un vaso de leche. Incluso es bueno para experimentar y perderle el miedo —e incluso el respeto— a las fuentes. Puede parecer algo sin importancia, pero mientras el periodismo en su formato digital siga inventándose, es bueno manejar una política personal ante este tipo de problemas. Y, ¿por qué no? Verlo como una oportunidad.

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