Desde 2020 a la fecha, las incautaciones de droga que ha realizado la Policía de Investigaciones (PDI) ha aumentado en un 150%, algo que evidencia una preocupante alza en la circulación de sustancias. A lo anterior se suma la aparición de nuevas drogas sintéticas, como el “tusi”. Las autoridades ponen el foco en la lucha contra el narcotráfico y la seguridad pública, pero hay otra cara de la moneda que lucha para salir de eso: jóvenes que están inmersos en el consumo, lo que provoca el deterioro de su salud mental. Puroperiodismo accedió a un centro de rehabilitación para escuchar las historias que albergan este tipo de instituciones.
Por Sofía Concha y Daniel Lillo
El 24 de febrero de este año, los medios informaban el hallazgo de un joven de 21 años que, tras haber estado dos semanas desaparecido en Constitución, apareció muerto. La fiscalía de la zona concluyó que no hubo participación de terceros, es decir, se determinó que él se había quitado la vida.
Michel Scott Miranda era su nombre. Desde pequeño creció en un ambiente vulnerable y rodeado de consumo de drogas. Contaba que cuando tenía apenas un par de años de vida, ya veía que en el comedor de su mesa la cocaína era un infaltable.
A temprana edad se sumergió en el mundo de la adicción. Lo que vino es lo que suele venir aparejado: enemistades y cuentas pendientes por saldar. Con esfuerzo, fue internado en un centro de rehabilitación de drogas y alcohol de la Fundación PaulFran.
Tenía 19 años cuando inició su proceso de rehabilitación. Uno de sus ex compañeros del centro, Nelson (53), lo recuerda como un chico conflictivo, pero al mismo tiempo muy querible.
“Siempre le costó seguir las normas que hay acá. Les respondía mal a los líderes del grupo, pero, en el fondo, todos sabíamos que era un niño que tenía muchas carencias e intentábamos entenderlo, aunque también corregirlo”, recuerda.
Durante su estadía en el centro, Michel debía cumplir, como todos, con las normas y reglamentos de la residencia, y eso implicaba asumir tareas domésticas de convivencia. Por supuesto, no le gustaba. Nelson cuenta que una vez le tocó hacer el almuerzo y, aunque con disgusto, lo hizo, dejó todo listo en la mesa y llamó a sus compañeros.
Cuando los demás entraron al comedor, se encontraron sólo con algunas papas hervidas con cáscara arriba de un plato y nada más. Fue todo lo que cocinó Michel. Uno de los monitores le llamó la atención y él le respondió con ironía: “¿Acaso nunca han comido papas gourmet?”
El joven intentó desertar varias veces del programa. Los días que le daban pase libre para visitar a su familia en Constitución, no respondía el celular o llegaba después de lo acordado. Una vez fue el mismo director del centro a buscarlo y convencerlo de que volviera a la rehabilitación. Pero un día se fue y no regresó más.
Lo último que se supo de él fue que el 10 de febrero le dieron una golpiza en la Población Centinela. No está claro por qué. Hay quienes dicen que lo habrían confundido con un ladrón. Como sea, se le perdió el rastro hasta que dos semanas después el cuidador de una construcción en Villa Copihue dio aviso a la policía de un cuerpo que había visto en un bosque cercano.
Tras el hallazgo, la Fiscalía de Constitución contactó al psicólogo del centro de rehabilitación, Jonathan Pérez, para solicitarle un informe psicológico de Michel.
“Me llamaron varias veces y cuando se los mandé, me dijeron que estaba incorrecto. Yo siempre creí que la muerte de Michel fue un ajuste de cuenta y no un suicidio. Desde la Policía me preguntaron varias veces si el cabro tenía ideación suicida y cómo les iba a decir que no, si el cien por ciento de las personas que están aquí la tienen o la han tenido alguna vez”, comenta Pérez.
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Ante las preocupantes cifras de consumo problemático de drogas en Chile y su repercusión en temas de salud mental, el 20 de abril de este año, la Comisión de Salud del Senado convocó a una jornada extraordinaria en el Congreso para abordar el problema y las formas en que el Estado lo ha abordado.
Durante la cita, los parlamentarios aludieron a los rankings internacionales de salud mental y consumo de drogas en los que Chile ocupa los primeros lugares, y no precisamente por los buenos resultados. Según un estudio de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Chile está en el cuarto lugar dentro de los países de Latinoamérica con mayor tasa de suicidio (11 por cada 100 mil habitantes), después de Guyana (26,2), Surinam (23,3) y Uruguay (14,2).
El Informe sobre el Consumo de Drogas en las Américas 2019 ubicó a Chile entre los cinco países con mayor consumo problemático de alcohol en la región. Somos, también, el que más fuma tabaco en el continente y, respecto a la marihuana, los que más consumen en Sudamérica y los terceros a nivel global. En inhalables, en el hemisferio sur sólo nos supera Brasil; con la cocaína, estamos en quinta posición en toda América; y somo uno de los tres países del continente –junto a Estados Unidos y Canadá– que registran un consumo de “éxtasis” en estudiantes secundarios por sobre el promedio (1,5%).
A la instancia asistieron senadores; la ministra de Salud, María Begoña Yarza; la ministra de Desarrollo Social, Jeannette Vega; y la ministra del Interior y Seguridad Social, Izkia Siches. Esto, debido a que la problemática no sólo presenta un desafío para la cartera de Salud, encargada de los programas de rehabilitación, sino que para el Ministerio del Interior, encargado de cortar la circulación de estupefacientes.
Así lo explica el senador Juan Luis Castro (PS), ex presidente del Colegio Médico y actual miembro de la Comisión de Salud de la Cámara Alta, quien en conversación con Puroperiodismo reconoció que existe un problema de coordinación entre las instituciones del Estado a la hora de hacerle frente al aumento del consumo de drogas.
“La interseccionalidad, en relación con la coordinación, ha sido escasa; sobre todo en el combate al narcotráfico todavía hay mucho que hacer. Ahí es el Ministerio del Interior el que tiene la palabra y es el que ha estado más en deuda en las definiciones de cómo se diseña un plan de mayor envergadura que logre enfrentar efectivamente aquellas bandas principales que están en el narcotráfico en nuestro país y que siguen avanzando en su propósito”, acusa el parlamentario.
También se discutieron ese día los desafíos que plantea el aumento en el consumo de las drogas sintéticas, en especial en la población joven, además de uno de los principales impedimentos para acceder a terapia de rehabilitación por consumo problemático: no existen cupos en el sistema público.
“La salud mental en Chile hoy no tiene respuesta en el sistema público. La pocas camas disponibles que existen en hospitales para las personas que buscan rehabilitación por drogas están ocupadas por los mandatos de tribunales y Gendarmería. No hay espacio para que un padre o una madre pueda llevar a su hijo para que busquen rehabilitación. Los dependientes de droga en Chile no tienen solución más que en pequeñas clínicas privadas de alto costo”, acusó durante su intervención el senador Iván Flores (DC).
Las palabras del parlamentario son compartidas por Castro, quien asegura que “las principales prioridades se van a reflejar cuando se discuta el presupuesto”. En esta línea, agrega que los recursos deben ir en dirección de financiar más programas y especialistas que sean capaces de darle atención a la población afectada en su salud mental.
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A 17 kilómetros al este de Curicó, en la Región del Maule, está uno de los dos centros de rehabilitación para personas con algún tipo de adicción que la Fundación PaulFran tiene en la Provincia de Curicó. Su fundador, el técnico en rehabilitación, Roberto Barrera, impulsó esta iniciativa en 2016 motivado por una situación personal: su propio hijo consumía drogas.
“Lo que le pasa a don Roberto es que ve reflejado a su hijo en muchos de los jóvenes que han pasado por aquí. Por eso, cuando deciden desertar o intentan dejar el programa, él viene e intenta convencerlos de que continúen”, dice Nelson.
El primer centro se habilitó en la localidad de Lontué, en la comuna de Molina. Entre vastos predios y un clima mayormente invernal, se instaló la residencia que fue habilitada en un principio sólo para hombres, donde viven alrededor de 30 personas, más el equipo multidisciplinario que hace visitas diariamente (psicólogos, psiquiatra, terapeuta ocupacional y trabajadora social).
En 2019, Barrera abrió el segundo centro en la comuna de Romeral. En un comienzo también había sólo hombres, pero con los meses se sumó una mujer, luego otra y así la residencia se hizo mixta; “todo un desafío de convivencia y tratamiento”, comenta el fundador. En la actualidad, los cupos están completos, con siete mujeres y siete hombres, en un rango etario que va desde los 19 a los 52 años.
Viven en una casa rosada con cuatro habitaciones, dos baños y un living amplio para realizar las terapias grupales. En el patio crían gallinas, cosechan árboles frutales, hacen pan amasado todas las mañanas y fuman varios cigarrillos al día. Allí no se permite hablar de vidas pasadas.
En el grupo existen subdivisiones, algo así como rangos de antigüedad dentro de la comunidad: aquellos que recién se integran parten en el grupo uno; en el dos se juntan los que ya están en proceso de adaptación; y así sucesivamente hasta llegar al grupo cuatro, el de los que llevan varios meses en tratamiento y tienen las normas ya internalizadas. Sobre todos ellos y a cargo de los grupos están los denominados “líderes”. Son ellos, los que llevan más de un año en rehabilitación, los encargados de cuidar a sus compañeros, corregirlos y contenerlos cuando no hay funcionarios presentes.
Todos los días deben asistir a terapias, y los horarios de comida son considerados parte de ellas, con un estricto régimen de conducta. “Permiso para entrar a la terapia”, deben decir para ingresar al comedor ya sea al desayuno, al almuerzo o a la once. Los creyentes dan las gracias a Dios por los alimentos; los que no, inclinan su cabeza “en señal de respeto”. Tienen prohibido mantener una conversación y sólo se puede hablar para cosas específicas. “Permiso para abrir el pan”, “permiso para llevar mantequilla”, “permiso para comer a pan abierto”, eso sí se permite. Pero no hacer sobremesa y si alguno infringe, se les autoriza a corregirse mutuamente.
–Corrija compañero –le dice una usuaria, Camila, a quien tiene a su lado.
–Acepto compañera –responde.
El psicólogo de la residencia, Jonathan Pérez, explica que cada regla tiene su finalidad y que, además de ser un centro de rehabilitación, también es un lugar donde se reeduca a personas que quizás nunca aprendieron modales.
Luego del desayuno, cada uno se va a sus pólizas (deberes), las cuales también tienen un sentido para cada usuario. Juana (45) comenta que a ella le toca trapear el pasillo donde todos pasan con los pies sucios para poder trabajar su frustración.
“Yo aquí puedo pasar el trapero una y otra vez, pero me ensucian al segundo. Primero me enojaba mucho, pero al final es algo necesario para trabajar la paciencia, que era algo que no tenía cuando estaba en la vaina”, cuenta mientras limpia el pasillo.
Las actividades no son lo único que está normado en la residencia, también el lenguaje. Está prohibido decir droga, cocaína, marihuana, alcohol, jalar, duro, Colo-Colo y así un gran listado de palabras que está impreso en el diario mural. “No hablamos en diminutivos” dice al final de la hoja. Nelson explica que eso se debe a que cuando consumían, era muy típico restarle importancia a la droga hablando en pequeño.
“¿Querí un pitito? ¿Vamos por un copetito? Los adictos somos muy buenos para achicar las cosas, así le quitábamos la gravedad a lo que estábamos haciendo, por eso no se puede hablar en diminutivo”, explica Nelson.
Quienes llegan tienen un máximo de 15 días de adaptación. A partir de entonces, deben adecuarse a las normas, como todos los demás, y para ello sus compañeros están autorizados para empezar a corregirlos. O, como le dicen en el centro, darles un “tamal”.
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Marihuana, clorhidrato de cocaína (polvo), pasta base, éxtasis y “tusi”, son algunas de las drogas que han experimentado una creciente alza en su consumo desde la pandemia. Según cifras del departamento “Tráfico Cero” de la Policía de Investigaciones (PDI), las incautaciones de droga han aumentado un 150% desde 2020 a la fecha. Otro un estudio de la PDI difundido por el diario La Tercera, dio cuenta del preocupante aumento de la producción de la llamada “cocaína rosada”. De acuerdo con las cifras, en lo que va de 2022 se han incautado cerca de 10.105 gramos de “tusi”, es decir, un 437% más de lo que se requisó en 2021 a la misma fecha.
Más allá de los números, son los efectos que tienen esas drogas una vez que salen a las calles los que generan estragos en la población. De ahí es donde vienen los jóvenes de la residencia.
Camila tiene 23 años y lleva dos meses en el Centro PaulFran. Comenta que ha sido muy duro, porque pasó de tener absoluta libertad a no poder siquiera fumar un cigarro sin antes pedir permiso.
“Yo vivía sola en pleno barrio universitario de Santiago. Hacía lo que quería, cuando quería y no tenía que pedirle permiso a nadie. Todos pensaban que no duraría ni una semana [en rehabilitación] y aquí estoy”, dice.
A los 13 años empezó su consumo, principalmente de marihuana y alcohol. Pero cuando cumplió 18 y entró a la universidad a estudiar ingeniería medioambiental, probó otras drogas: ácidos, cocaína, “tusi”.
Alcanzó a estar un año en la carrera y se cambió a bioquímica.
“Como estudiaba la composición química de las cosas empecé a cocinar mi propia droga. Ahí la consumía y también la vendía. En esa época comía dos veces a la semana y para qué decir cuántas veces dormía, con suerte un par de horas”, cuenta Camila.
Después se fue a trabajar en un bar y arrendó un departamento en el centro. Dejó de hablar con su mamá por muchos años, lo mismo con su hermano, con el que nunca se llevó bien. Pero hubo una noche en que sintió que tocó fondo, cuando durmió en el Cerro Renca sin nada para abrigarse. Prendió una pequeña fogata y aunque no tenía ni celular ni dinero, sí tenía algo para consumir.
Se fue caminando hasta la casa de su mamá –a quien no veía hace tres años– en Huechuraba. Eran las seis de la mañana cuando tocó a su puerta.
–Camila, mírate tu cara, ¿qué te pasó? –le dijo su madre, quien había sido diagnosticada recientemente con cáncer.
La joven le dijo que sólo venía por una chaqueta para abrigarse y se iba de inmediato. Su mamá le insistió en que se quedara a dormir un rato para reponerse. Ella accedió. Durmió todo el día y cuando despertó siguió consumiendo cocaína, benzodiazepinas y todo lo que encontró en su antigua habitación.
Drogada, intentó quitarse la vida. Luego de desmayarse lo intentó nuevamente y esa escena se volvió a repetir. No recuerda muy bien cómo su mamá entró a la pieza y la convenció de internarse en un centro de rehabilitación.
A veces Camila intenta entender cómo inició todo y recuerda la separación de sus papás cuando tenía 10 años. Un día dejó de ver a su padre y cuando volvió a saber de él, se enteró que era un hombre en situación de calle, con consumo de drogas y esquizofrénico.
“Una vez me llamó para decirme que estaba muy enfermo, que lo fuera a ver. Yo fui y ahí estaba. Después se mejoró y no supe más de él”, cuenta.
Ahora que está en su tratamiento, Camila ha mejorado la relación con su madre y su hermano, pero siente que aún falta sacar a su papá de dónde está.