Un periodista tiene que lidiar con la crítica constante de quienes ven con malos ojos esta profesión, con quienes creen que la farándula nos define y sobre todo, con quienes piensan que nos gusta hacer show y que disfrutamos con la tragedia ajena. Nada más lejano a lo que nos pasa cada vez que enfrentamos el dolor de otro.
Hay dos preguntas que un periodista debe esforzarse en responder constantemente, casi como un karma. Por lo general, cuando alguien las hace sentimos una mezcla de desconcierto y vergüenza, al menos en mi caso. “¿Por qué estudiaste periodismo?” es una pregunta que supe responder varios años después de titularme, cuando entendí más o menos para dónde iba este trabajo y en qué sentido valía la pena hacerlo. Cabe destacar que la pregunta siempre es hecha con un gesto de desprecio implícito que, inevitablemente, invita a la duda existencial (por qué me metí en esta, una profesión mal mirada, mal pagada, que no deja tiempo y produce, al menos, una úlcera, en su ejercicio) y que, en la mayoría de los casos, por más clara e inteligente que suene la respuesta, nos deja en desventaja frente al resto del grupo.
Ni hablar de la segunda pregunta: “Oye, tú que eres periodista, ¿me puedes explicar por qué ustedes siempre hacen la misma pregunta tonta cuando alguien está sufriendo: ‘¿cómo se siente?’”. Y qué quieren que les diga, sé que la pregunta está de más, pero desconozco por qué la seguimos haciendo. Quizás fuera de una escena de dolor, en la comodidad de mi escritorio y conversando con colegas, la crítica al gremio salga fluida y sensata, pero no estoy tan segura de ser capaz de mantener esa claridad en una situación límite. Porque convengamos en que hechos como el terremoto de febrero, el rescate de los mineros y el incendio de la cárcel de San Miguel son situaciones límites para quienes las padecen y también para nosotros.
Los periodistas somos intrusos en todas partes. Unos extraños que entran en lugares privados o abordan a sus fuentes aprovechando las oportunidades porque, de lo contrario, la gente no se enteraría de lo que ocurre.
No es fácil ser periodista. Uno tiene que lidiar con la crítica constante de quienes ven con malos ojos esta profesión, con quienes creen que la farándula es lo que nos define (y la farándula no tiene nada que ver con lo que realmente hacemos) y sobre todo, con quienes piensan que nos gusta hacer show y que disfrutamos con la tragedia ajena. Nada más lejano a lo que nos pasa cada vez que enfrentamos el dolor de otro. ¿Qué puede tener de agradable plantarse con un micrófono y un camarógrafo dentro de la iglesia donde están velando a una persona que no conocemos y nos vemos obligados a informar sobre eso? Hablar con la viuda (y en lo posible, tragarnos la incomodidad de la situación y evitar aquel inútil “¿cómo se siente?”), invadir un espacio privado, escuchar llantos y lamentos, sentirnos totalmente fuera de lugar, porque somos extraños allí y la verdad es que cada uno sabe lo desagradable que puede ser estar pasándolo muy mal y recibir la pregunta de un intruso. ¡Qué le importa a este intruso lo que me pasa!
Los periodistas somos intrusos en todas partes. Unos extraños que entran en lugares privados o abordan a sus fuentes aprovechando las oportunidades porque, de lo contrario, la gente no se enteraría de lo que ocurre, es cierto. Si el incendio no hubiera sido cubierto por los medios seguramente nada se habría sabido más allá de San Miguel, y eso sería una injusticia. Pero hay que dejar muy claro que eso no significa que a la gente le sirva ver el desgarro, la impotencia y la rabia real de las personas (esto no es una película) y que no les afecte. Para el espectador tampoco es fácil digerir una cobertura non stop como la de los últimos días, conocer las historias de los muertos, adentrarse en las ironías e injusticias de la vida, y no exigir nada a cambio. Quizás el público no lo defina específicamente, pero lo que piden es algo muy cercano a eso que los periodistas llamamos “información de calidad”, y allí no caben los despachos de relleno, las preguntas sin respuesta o los desatinos, tampoco la imagen del incendio acompañada del audio de los gritos desesperados de los reos mientras se quemaban, o aquella escena eterna que muestra por largos segundos la furia de una madre que exige obtener información sobre su hijo, sin saber todavía si está vivo o muerto (¿no aprendimos nada en la cobertura de la tragedia de Antuco?).
La verdad es que todo esto me parece mil veces peor que un tonto: “¿Cómo se siente?” a los familiares de las víctimas. Y tampoco sé por qué eso sigue pasando.
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