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Testimonio de José Seferino: “Después de esa noche no volví a ver al Juancho”

Por ~ Publicado el 11 septiembre 2020

Ese día me desperté temprano, desayuné junto a mi mujer y le di un beso antes de irme a trabajar a la mina. Me tocaba hacerle mantención a una de las máquinas. En el bus de acercamiento me encontré a mi compadre Juancho, que venía de Rancagua cada mes a trabajar unas semanitas, y como hacía la misma pega que yo, siempre nos poníamos a conversar mientras trabajábamos.

El Juancho era un poco mayor que yo, pero siempre hablaba como si fuera un anciano que ya había pasado por todas las etapas de su vida. Siempre tenía anécdotas que contar o algún consejo que darnos. Todos lo queríamos; era agradable tenerlo cerca.

José Seferino el día de su boda

José Seferino el día de su boda

Durante el viaje camino a la mina, nos pusimos al día sobre qué sucedía de nuevo en nuestras vidas. Él me contó sobre cómo estaban su señora y sus hijas, y yo le conté sobre cómo mi mujer estaba pronta a parir a nuestro primer hijo.

—Mire, compadre —me dijo Juancho, mientras sacaba algo de su mochila—. Mire lo que me regaló mi hija: un cortaúñas.

—Harta falta que le hacía, siempre andaba con las pezuñas mugrosas.

—Lo mismo me decía mi chanchita. Mire, si hasta tiene esta cuestión pa’ sacarme la mugre —decía mientras me mostraba una pequeña cuchilla que tenía el cortaúñas.

Nos fuimos conversando y riendo por el resto del viaje, y la jornada de trabajo se hizo igual de amena. Ya en el bus de vuelta, la ciudad se veía extraña. Veíamos militares por la calle y no sabíamos qué estaba ocurriendo. No recuerdo bien en dónde íbamos cuando detuvieron el bus y un hombre alto y corpulento ordenó que nos bajáramos, nos esposaron y nos hicieron subir a la parte de atrás de un auto blanco. No sabía a dónde nos llevaban. No había ventanas, para así ubicarme, y las personas que conducían no respondían nuestras preguntas.

Al Juancho lo sentaron al lado mío, ya que íbamos sentados juntos en el bus. El recorrido parecía ser eterno, hasta que finalmente llegamos a nuestro destino y nos hicieron bajar del auto.

Ahí, frente a mí, estaba aquel estadio en el que había visto tantas veces jugar a Chile, el lugar donde había gritado, cantado y celebrado. De chico quería ser futbolista. Siempre había fantaseado con el momento de entrar en la cancha del Estadio Nacional y ser vitoreado por todos mis compatriotas. Pero nunca imaginé entrar de esta forma y ser recibido por la macabra imagen de miles de personas detenidas.

“¿Qué hacemos aquí”?, le preguntaba una y otra vez a los militares que nos escoltaban, pero nadie me daba respuesta. Mientras hacían que formáramos una fila, en lo único que podía pensar era en mi señora. Ya era tarde, debía haber llegado a la casa hace horas, debe estar tan preocupada…

Los milicos tomaron nuestras mochilas y empezaron a revisarlas, también nuestros bolsillos. A mí no me encontraron nada sospechoso, pues solo llevaba un pote con comida, una cuchara y una polera, pero Juancho… cuando vieron que llevaba el cortaúñas que tenía una pequeña cuchilla, lo acusaron de estar portando armas, y entre dos se lo llevaron. Grité que lo soltaran. Mi compadre no paraba de forcejear y de pedir piedad, pero nada sirvió. Después de esa noche, no volví a ver al Juancho, y el cortaúñas que con tanto cariño le había regalado su hija había sido su sentencia de muerte. Aunque, a decir verdad, nunca supe si había muerto. Jamás encontraron su cuerpo.

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