Yo tenía 30 años. Mi esposa, la Adriana, 34; nuestro hijo, el José, tenía recién 15 días. Éramos parte del MAPU campesino, nos gustaba militar por los socialistas y todos nuestros vecinos estaban enterados de eso. Vivíamos en el campo y la dictadura ya estaba en vigencia, pero con la Adriana no teníamos miedo.
Fue el 12 de octubre de 1973 cuando nos allanaron por primera vez. Estábamos durmiendo y nos despertaron los gritos de los milicos, que querían entrar y estaban tratando de tirar la puerta. Yo me levanté asustao’ y los dejé pasar, mientras la Adriana se hizo pa’ un lado con el José en brazos. Ella estaba recién recuperándose del parto y el niño no dejaba de llorar, era una guagua.

Eugenio Vera y su esposa
Una tropa de cinco milicos había entrado a nuestra casa. Dos me tiraron al piso y entre gritos me dijeron que me pusiera contra la pared. Los otros tres se fueron a revisar la casa e interrogar a la Adriana. Todos andaban con metralletas y, cuando terminaron de revisarme, me empujaron frente a ellos y me apuntaron a la cabeza. Ahí el milico me gritó: “Dónde tení’ las armas hueón”. Yo estaba tan asustao’, que le respondí medio tartamudo: “No…tenemos…nada…”. Mientras ellos me seguían preguntando lo mismo una y otra vez, los otros estaban con la Adriana, que se había puesto a llorar y les pedía que se fueran. Trataba de explicarles que no teníamos ningún tipo de arma y que estábamos durmiendo.
Un milico, al escucharla, se enojó, y me apuntó con la metralleta enojao’. Me preguntó por última vez: “Ya sabemos que erí militante, hueón, ya te sapearon tus vecinos, mejor dinos dónde tení’ escondidas las metralletas”. Tirado en el piso llorando, le respondí: “No tenemos nada, dejen tranquila a mi señora y al cabro. Si quieren, llévenme a mí, pero que ellos no vean”.
Ahí, uno de ellos apuntó al José con la metralleta, y me dijo: “Y si te mato al cabro chico, hueón, ¿qué nos diríai’?”.
En ese momento, mi señora empezó a gritar. Estuvimos varios minutos en esa posición. Yo estaba tomado por dos milicos, otro apuntaba a mi señora, otro a mi hijo y el quinto terminaba de revisar la casa. Cuando ese terminó, se acercó al que estaba apuntando a mi guagua y le comentó que efectivamente no teníamos nada. Le pidió que bajara la metralleta porque el niño no tenía nada que ver. Fue entonces que todos bajaron la guardia y nos soltaron.
El mismo que me había interrogado en un principio, antes de irse, me dijo: “Te tenemos fichao’, así que no te las des de revolucionario, porque para la otra, no será sólo revolverte la casa”. Y se fueron.
Nos dejaron a mí y a mi esposa tirados en el piso. Nos abrazamos y quedamos llorando como por una hora. Éramos pobres y nos habían roto varias cosas de nuestra casita, nos iba a costar recuperarnos, pero por lo menos, a nuestro cabro no le había pasado nada.
De todo lo que pasó ese día, lo que más me dolió, fue saber que uno de nuestros vecinos nos había echado al agua, porque así era en ese tiempo: todos eran sapos y buscaban salvarse por las suyas.
Nada fue lo mismo en adelante. Nos salimos del partido para tener seguridad, pero seguíamos con nuestra ideología de izquierda. Con mi señora creíamos en la unión del pueblo y, de manera encubierta, seguíamos siendo opositores a la dictadura. Pa’ nosotros nunca fue delito tener la sangre y el corazón rojos.