En 1973, yo trabajaba en la Dirección de Pavimentación de la Municipalidad de Santiago, en Valentín Letelier 13. Había una niña que me tenía mala leche, porque su pololo le había dicho que me encontraba muy guapa. Por eso, ella sentía una rabia muy grande hacia mí. Yo había ido a un desfile de Salvador Allende, y desfilé con toda la gente que había asistido. En ese tiempo, se recibían denuncias anónimas en el Ministerio del Interior. Entonces, ella me denunció como comunista, partidaria de Allende, y ese tipo de cosas.
Me fueron a buscar a Valentín Letelier 13, me subieron a una micro de Carabineros y me llevaron al Estadio Nacional. Cuando llegué, vi cosas que me dolieron mucho. Recuerdo que había un mesón en el que recibían a los que llegaban, había un hombre que estaba herido y sangraba desde el pecho y, al lado de él, había un tipo que llenaba los papeles y que le pegaba bruscamente con el pie. De eso me acuerdo terriblemente.
Se llevaban a las mujeres y las violaban. Me llevaron de los codos, en el aire, por el camino de la maratón, que es la vuelta del estadio. Me pasaron a unas carpas que estaban armadas en el patio del estadio, para interrogarme:
─Tú, ¿quién eres? ─preguntó el militar en voz alta.
─¿Por qué me tutea? Yo a usted no lo conozco ─le dije.
─¡¿Quién eres?! ¡¿Cómo te llamas?! ─insistió.
─O sea, para usted, ayer éramos personas respetables, hoy, en cambio, nos tratan como quieren, somos nada─ respondí.
─¡Sáquenla de aquí! ─les ordenó a los oficiales.
Sentía pena, porque esta niña, Georgina se llamaba, decidió denunciarme sólo porque su pareja me había dicho que yo le parecía atractiva. No me acuerdo bien de cuántos días estuve en el estadio, doce o catorce, más o menos. Todos los días había toque de queda y mi hermano Juanito iba a verme desde que lo levantaban a las 8 am hasta que empezaba. Se paraba al otro lado de las rejas para verme, me llevó una ruana para que me cubriera.
Nos tenían al fondo de la piscina vacía. Ahí nos mantenían encuclillas, sentados o agachados, pero nunca parados. Después tocaban unos silbatos, nos subían, hacíamos una fila grande y nos entregaban un tarro donde nos repartían comida. Ya no me acuerdo de qué comida era, pero había que comérsela; si no, pobre de ti.
Donde estaba, sólo había mujeres. Me acuerdo de que había una doctora encerrada en una celda cuadrada hecha de palos. La tenían ahí porque había ayudado a algunas personas heridas. Luego de salir, traté de ubicarla por años, pero figuraba como desaparecida. Nunca la encontraron.
Yo estaba entregada: sabía que apoyaba a Allende, que había asistido al desfile y no tenía por qué arrepentirme. Les pregunté a unos milicos por qué nos tenían ahí. Me respondieron que no sabían, que los habían traído de Antofagasta a Santiago, los de Santiago a Curicó, los de Curicó a Valdivia, y así, todos cambiados. “Nos dijeron que venimos a cuidar al Presidente”, agregó uno de ellos.
Gracias a Dios, el pololo de mi tía Marta estaba a cargo del estadio, el coronel Herbert Plominsky. En un momento, él vio que los milicos me llevaban, y gritó: “¡Elena González!”. Los tipos se detuvieron y me llevaron de vuelta.
No sé cómo se enteró de que yo estaba en el estadio. Tampoco sé hace cuánto lo sabía. Quizás mi tía Marta le había avisado. Lo importante es que, gracias a él, no me pasó nada. Éramos como siete mujeres, nos hicieron dar una vuelta entera por fuera de las graderías donde estaban encerrados los hombres, para que vieran que estaban soltándonos. Me sacaron, y me llevaron a mi casa. Cuando llegué, colapsé por lo ocurrido.
Me acuerdo de que saltaba en la cama, como si me estuvieran dando toques eléctricos. Pero ya había pasado todo; ya era libre.