Todo comenzó alrededor de las 9:15 de la mañana. Empecé a notar movimientos atípicos fuera de mi aula. El rector recorría todo el colegio algo preocupado y los profesores mostraban actitudes un tanto extrañas. Unos minutos más tarde, el director entró a la sala diciendo que, si nuestros padres nos querían pasar a buscar, podían hacerlo sin problema alguno. Todos estábamos muy desconcertados, ya que nadie sabía lo que pasaba.
A las 10 de la mañana, un profesor me llevó junto a otro compañero en su auto hacia nuestros hogares. En el trayecto fuimos escuchando radio, pero a nuestros 15 años no entendíamos muy bien lo que sucedía. Cuando íbamos llegando a la casa del otro chico, nos percatamos que vivía en una población de Carabineros, quienes se encontraban absolutamente armados con fusiles. En ese momento supimos más o menos para donde iba la cosa. Recibíamos ya la noticia del golpe por parte de los milicos. En la radio se escuchaba la voz del Presidente diciendo que no se rendiría ni saldría de La Moneda.

Andrés Oyarzún
Así me enteré de lo que realmente pasaba. Sentí mucha rabia, ya que me molestaba profundamente la actitud traicionera y cobarde de los militares hacia el Presidente.
Cuando por fin llegué a mi casa, me di cuenta de que estaba solo. Rápidamente encendí la radio. En ese momento transmitían la noticia del bombardeo en la casa de Gobierno. Estaba muy asustado porque sabía que mi madre trabajaba ahí. Al no existir los teléfonos celulares, no sabía nada de mi familia. La soledad del momento y la enérgica voz que salía de la radio, aumentaban de manera drástica mi angustia. Finalmente, cerca de las 11 de la mañana, llegó mi mamá.
—Te pasé a buscar al colegio y no estabas —fijó la vista en mí unos segundos y dijo— ¿Quién te trajo?
—Mi profesor —le respondí más calmado al ver que nada malo le había pasado.
Luego de explicarle como llegué, me acordé que mi padre trabajaba en un edificio al frente de la Plaza de Armas. Le pregunté si sabía algo. No me respondió e intentó rápidamente comunicarse con él, llamándolo a la oficina. Cuando por fin se contactó, le dijo que no podían salir, ya que había muchos disparos e incluso una persona muerta a la entrada del edificio. Las llamadas en ese tiempo, por ser desde teléfonos fijos, debían ser muy cortas, por lo que no hablamos mucho con mi padre.
Al darme cuenta de que esto no terminaría con el bombardeo, fui a comprar frutas y verduras para mi familia. Esa comida nos duró alrededor de seis días. En ese momento logré ver los aviones que se dirigían a la casa presidencial, ubicada en la calle Tomás Moro. Nunca dije nada de lo que había visto: con lo que estaba pasando, daba miedo hablar sobre este tipo de cosas.
La angustia apareció nuevamente cuando declararon toque de queda a las seis de la tarde, con mi padre aún atascado en el centro de la ciudad. El pasar del tiempo evidenciaba nuestra tortura. Sólo quería que llegara mi papá. Eran alrededor de las 19:30 cuando por fin oímos su voz. Se encontraba muy cansado, ya que tuvo que caminar desde el centro hasta mi casa. Cuando abracé a mis padres, logré estar por fin más tranquilo.
Siempre recordaré lo que sentí cuando escuché las palabras de Salvador Allende. “Esta será, probablemente, la última vez que pueda dirigirme a ustedes”. En ese preciso momento me di cuenta que la sonrisa de nuestro país se había acabado.