La protagonista del programa de TVN más criticado del año es el objeto de análisis de Alfredo Sepúlveda, director de la Escuela de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado: “Ha sido el camino mediático de Argandoña uno poco heroico, si se quiere, marcado por intereses financieros, personales y por la necesidad de escalar en la sociedad chilena. Pero no fue Argandoña quien inventó esa necesidad: solo construyó una escalera”.

El primer episodio de “Las Argandoña” promedió 13,1 puntos de rating. Foto: Felipe Araos
“Las Argandoña” es muchas cosas —un programa que tensiona la misión misma de TVN, una gran movida estratégica (al menos en el papel) para levantar puntos de rating—, pero sobre todo es un espacio sobre Raquel Argandoña, con toda la carga que eso significa.
Raquel Argandoña es hoy una figura de la farándula. No la desprecio por ello: en la práctica, como buena parte de este mundo virtual, responde de una manera bastante poco sofisticada, a veces violenta, aunque a la larga sin trascendencia ni discurso real de fondo, a necesidades de esparcimiento que millones de chilenos buscan en el sistema gratuito de entretención y gratificación emocional en que se ha transformado la televisión abierta.
Pero si Raquel Argandoña está donde está, es por su historia, por su pasado, no por sus declaraciones, sus enojos o lo que sea que haga en la pantalla hoy.
Y su pasado es importante. Su ascenso en fama coincidió con la masificación de la televisión en Chile, en los años setenta, y con la lápida que el nuevo orden le puso al proyecto de televisión cultural con que nació la industria en Chile (aunque aun en esa supuesta era “no comercial”, la TV no se restó de las posibilidades que le daba la publicidad). En este nuevo mundo supuestamente “comercial”, y también muy político, toda vez que nada en los medios de comunicación masivos escapaba del control de la dictadura, Raquel Argandoña creció y prosperó.
Entiendo que es un programa absurdo, horrible, que posiblemente hace más mal que bien. Pero creo que es el reflejo de algo más antiguo y profundo, atávico, no necesariamente lindo, pero no por eso irreal.
Pero lo que pudo haber sido una carrera basada en la extraordinaria belleza física y en la astucia innata del personaje no fue solo eso. Y aquí hay un punto para Raquel Argandoña, que supongo debería ser estudiado por especialistas en políticas de género. La sociedad chilena que los militares y sus civiles adictos construían, prometía la economía de mercado como la gran panacea a los problemas sociales endémicos del país, pero a la vez, en el ámbito de la cultura, la sociedad y qué decir de los derechos de las mujeres, no había mucha distancia con el Chile de antes. Es verdad que las mujeres habían conquistado la educación universitaria hacía años, y llenaban desde hacía décadas puestos de trabajo. Sin embargo, al final del día, se esperaba que la mujer fuera la piedra fundamental de la “célula básica de la sociedad”: la familia. Las mujeres podían hacer muchas cosas: pero se esperaba que se casaran, que trabajaran en forma discreta –casi siempre bajo las órdenes de un varón–, que su vida amorosa y sexual fuera un asunto privado y no demasiado agitado, y que básicamente se mantuvieran firmes junto a su hombre (o fueran sostenidas financieramente por él).
Raquel Argandoña, una chica de clase media, que provenía del Liceo 7 de niñas, y que había comenzado en la televisión como modelo del programa de Don Francisco, marcó una diferencia: en un mundo de hombres actuó como macho alfa. Fue más eficaz y brutal para negociar su carrera, su salario, sus condiciones, que la mayoría de las decenas de gerentes con las que se reunió, y qué decir de sus colegas (hombres y mujeres) que en algún momento fueron sus pares. Fue un camaleón impresionante. Del circuito de reinas de belleza pasó al de modelos de televisión, fue la seria lectora-locutora del noticiero “60 minutos”: la magnífica máquina de desinformación de la dictadura. Estuvo en todos los canales que existían entonces. Su vida sentimental alimentó a la prensa de farándula antes de que se usara siquiera la palabra: fue la “novia adolescente” en el principio de su eterna relación con “Lolo” Peña, “novia de Chile” al protagonizar el primer gran matrimonio mediático (con el automovilista Eliseo Salazar) y generó un interés mediático similar para cuando ese vínculo se terminó. Fue también actriz de teleseries. Y cómo olvidarla: se transformó en una suerte de deseo público al aparecer en el Festival de Viña de 1981 con un vestido metálico (“Yo soy de ahí, de la galería: soy de ustedes”). Cerca de la llegada de la democracia proclamó a los cuatro vientos que tendría un hijo “con o sin libreta”, y luego la echaron del entonces canal de la Universidad Católica. Y cumplió con lo del hijo, y lo hizo sin libreta: es la chica que la acompaña hoy en el programa. Sostuvo una relación estable con el padre de su hija, se volcó a la política, militó en RN, fue alcaldesa de un pueblo en la VII Región (promovió a las jóvenes beldades de la zona) y luego entró a la farándula. O, más bien dicho, se reincorporó una vez que ese extraño mundo en el que ella siempre habitó fue bautizado como “farándula”.
Voy a detenerme aquí antes de decir que fue una revolucionaria. Lo hago solamente porque su “revolución” fue individual: si hay algo de feminismo en Raquel Argandoña, se trata de una versión capitalista de las luchas por la igualdad de género, una suerte de remedo neoliberal basado en el “yo” antes que en el “nosotros”. Ella luchó por su propio pescuezo y por cierto por el dinero que había en la industria y que ella quería, y fue fuerte, dura y ganadora como el más feroz de los gerentes generales. Sin embargo, gracias a la magia de los medios de comunicación, su actividad no fue privada, y hubo mujeres chilenas para quienes Raquel Argandoña fue un modelo que admiraron o con el que al menos se identificaron. La mujer autosuficiente, que no necesita un hombre a su lado, que va de igual a igual con los más fuertes y que compite y les gana en el plano económico y en el mediático. Sus virtudes no van por el lado de los esfuerzos comunitarios, ni por el de la superación espiritual, pero aunque la tipología del modelo no es muy feliz, el resultado está a la vista.
En fin. Dos cosas para terminar: Raquel Argandoña no me cae bien, acaso porque la ligo con la dictadura o porque soy un hombre que también pone distancia frente a estas máquinas de éxito. Sin embargo, creo que hay en ella un fenómeno social que tiene que ver con las posibilidades profesionales, sociales y vitales de las mujeres en el marco de una sociedad capitalista, supuestamente moderna, pero con grandes resabios de machismo. Ha sido el camino mediático de Argandoña uno poco heroico, si se quiere, marcado por intereses financieros, personales y por la necesidad de escalar en la sociedad chilena. Pero no fue Argandoña quien inventó esa necesidad: solo construyó una escalera.
Las redes sociales están tapizadas de piedras que se le han arrojado a propósito del docurreality. Entiendo que es un programa absurdo, horrible, que posiblemente hace más mal que bien. Pero creo que es el reflejo de algo más antiguo y profundo, atávico, no necesariamente lindo, pero no por eso irreal.