Por Alfredo Sepúlveda*
{*Profesor escuela de periodismo UAH. Director de Comunicar}
En el idioma aymara, “mirar para adelante” significa contemplar el pasado. El pasado, para esta cultura, es lo que podemos observar, lo que conocemos, y por lo tanto, está frente a nosotros. El futuro, por el contrario, es misterioso, indefinido, oculto a nuestros ojos. El porvenir está a nuestras espaldas.
Desde hace un tiempo, la década de los 80 parece estar al frente nuestro, como si la cultura aymara, en una suerte de venganza pop, se hubiera tomado la tan occidental cultura urbana chilena, siempre preocupada del futuro. Tres ejemplos se me vienen a la cabeza: el programa “TV o no TV”, la serie “los 80” y el giro que experimentó Radio Concierto hace un tiempo, que consistió en dirigir su programación musical al segmento entre 30 y 40 años.
La explicación no es tan compleja. Los treintañeros son un estrato demográfico con poder de decisión y compra, y los medios de comunicación y las agencias de publicidad quieren tratar con ellos. Según datos del INE, son algo así como dos millones cuatrocientas mil personas.
Las décadas suelen amontonarse como papeles en el escritorio de un trabajólico, pero siempre hay una que destaca, que brilla: aquella en la que fuimos jóvenes. Por eso los programas de radio para la tercera edad tocan tango, y los motoqueros cincuentones llevan Led Zeppelin en sus ipods. Nada de esto es novedad, pero ocurre que los ochenta, por primera vez, entran a este sistema de nostalgia comercial (después del 2010 le va a tocar a los noventa).
Cumplí 19 años en 1988. Reconozco que hoy me quedo pegado mirando la ambientación de “Los 80”, que la música de radio Concierto me hace escucharla quizás más que otras radios cuando manejo, y que no me desagradó anoche ver segmentos de el Festival de la Una en “TV o no TV”. Sin embargo, creo que los ochenta no fueron más especiales que los setenta o los noventa. Tal vez la última década “especial” fue la de los sesenta, que básicamente impulsó las idea de libertad como nunca antes. Los ochenta fueron especiales para mí simplemente porque fui joven. Y ahora soy adulto y me venden esa nostalgia. Y la compro.
Nada malo con eso.
Pero ¿significa algo hoy? En el libro “La era ochentera”, de Óscar Contardo y Macarena García, los autores analizan, curiosamente, el fenómeno de la televisión de la época justamente porque es el momento en que ese medio de comunicación se hace masivo. De alguna manera –y lo es también en mi recuerdo– el país abandona la calle, la plaza, como lugar donde se conversa, y se vuelca a la televisión, donde los mensajes se deciden en los canales (o en este caso, en el gobierno), y se entregan a la población. Es el momento en que este largo y aburrido romance de los chilenos con su televisión comienza de verdad. A todo color.
De modo que los ochenta también tienen sus cosas. Dictadura aparte, fueron menos épicos que los sesenta, menos terroríficos que los setenta, más pobres que los noventa y aparentemente más subdesarrollados que esta década (¿cómo se llama, a propósito? ¿“los dos mil”?) y marcan el paso del Chile con teléfonos a perilla al Chile comunicado, aunque sea a través de la tele.
Pero uno no puede escuchar todo el tiempo a Hall & Oates. Todo tiempo pasado fue mejor hasta que nos subimos a la máquina del tiempo. Los aymara pueden tener razón: solo estamos seguros del pasado. Pero eso no evita que el presente, y sobre todo el futuro, estén a la vuelta de la esquina.