Por Jaime Sandoval
He recorrido el centro de Santiago más veces de las que puedo recordar. Conozco sus calles y, en general, sé cómo ubicarme. Y aunque he pasado cientos de veces por esa parte de la Alameda, nunca había tenido una excusa para detenerme en la calle Londres.
El barrio parece de otra época. La calle es de adoquines y la mayoría de sus casas y edificios son de principios del siglo XX. Sus característicos faroles, sus balcones con recovecos; todo parece resistirse al paso del tiempo. Al día de hoy, esta calle pareciera no ser muy diferente a cómo era en 1925, cuando se construyó la residencia de Londres 38.
Me acerqué a la casona por la calle París. Caminé por ahí en dirección a Londres y, justo antes de la esquina, caí en cuenta de que estaba frente a la actual sede del Partido Socialista. Unos metros más adelante, a la vuelta de la intersección, estaba la “casa del terror”, como la llamó Muriel Dockendorff, detenida desaparecida, en una carta que escribió antes de que se perdiera su rastro por siempre.
La casona ubicada en Londres 38 también había sido sede del Partido Socialista en 1970, aunque eso dejó de ser así el mismo día del golpe de estado. El régimen de Pinochet usurpó la propiedad y cuando en 1974 se creó la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), quedó en sus manos, convirtiéndose así en uno de los más brutales centros de tortura del país.
Lo primero que me llama la atención antes de entrar son las placas conmemorativas doradas que sobresalen entre los adoquines. Estas fueron instaladas, con el beneplácito de los vecinos, en 2005. Originalmente, eran 96 piezas, cada una figuraba con el nombre de uno de los asesinados en Londres 38, pero en 2017, al encontrar los restos de dos personas más, pasaron ser 98 las placas dispuestas en la vía pública.
Hoy, adentro de Londres 38 hay un museo-memorial. Cuando llegué, el recepcionista me aclaró que recién se había realizado la visita guiada. La siguiente sería dentro de cuatro horas. Le dije que necesitaba conversar con algún conocedor del tema; y sin más explicación que esa, me etiquetó como “estudiante de periodismo”. No esperó a que le diera más información que esa. “Han venido toda la semana. Eres el tercero que viene hoy. Al fondo a la izquierda podrás encontrar a las chiquillas que hacen la visita guiada. Ellas te podrían ayudar, pero va en la disposición que tengan, pues hacen papeleo entre recorrido y recorrido”, me aclaró.
La amabilidad del caballero fue remarcable. En otros tiempos, un trato de esta naturaleza –precisamente en esta casa–, se habría considerado un privilegio. A diferencia de mí, quienes llegaban en aquella época lo hacían contra su voluntad, con los ojos vendados y amenazados con armas. La única conversación que tenían en aquel hall consistía en entregar sus datos personales a quien se los pidiera y recibir golpes antes de ser trasladados a las instalaciones.
Preferí hacer el recorrido del museo antes de consultar por más información sobre el lugar. Pasé el vestíbulo y me encaminé a lo largo de un pasillo con piso de madera. Ahí era donde formaban a las personas en fila mientras esperaban a ciegas su destino.
El pasillo finalizaba con dos escaleras. Una tenía tres peldaños y descendía hacia la zona del foso. Ahí mantenían en aislamiento a algunas personas detenidas. Era una pieza grande y vacía; no había nada en ella, a excepción de un baño.
La otra escalera subía al segundo piso de la casa, donde estaban las salas de interrogatorio y tortura. Mi recorrido por aquellas habitaciones fue un tanto caótico, pues al no saber por dónde empezar, dejé que la intuición me guiara entre ellas. Después me dijeron que no existía un orden tan rígido en el recorrido. Las salas de espera también podían convertirse en salas de tortura, dependiendo de quien estuviera al mando ese día. La pieza para mantener enfermos y heridos parecía ser la única que se mantuvo con una sola función durante los casi dos años de operación clandestina de la DINA en el recinto (1974-1975).
En esa pieza hay fotografías de mujeres asesinadas en el lugar. Eran diez en total, dos estaban embarazadas. A un costado había ; mal que mal, era un centro clandestino oculto ante la vista de todos, aunque a medida que pasó el tiempo se fueron extendiendo los rumores entre los vecinos de lo que allí pasaba. Las constantes denuncias hicieron que, en primer lugar, se cambiara de dirección a Londres 40. Aunque de poco sirvió, las denuncias continuaron.
Finalmente, en 1975 la DINA abandonó el sitio para trasladarse a otro lugar. La residencia fue luego cedida por Augusto Pinochet al Instituto O’Higginiano, organización que estaba estrechamente vinculada a la dictadura militar.
Después de recorrer el segundo piso, bajé al primero donde me habían dicho que me ayudarían para el informe. Dentro de otra habitación, otrora ocupada como sala de espera para las víctimas que aún no interrogaban, vi a dos mujeres haciendo trabajo de oficina.
Al salir, las placas conmemorativas se cruzaron otra vez en mi camino. Pensé en toda esa gente, que siempre quedaría ahí, en el barrio Londres. Personas jóvenes, porque casi todos eran veinteañeros, que llegaron contra su voluntad y que, a diferencia mía, nunca pudieron irse de esa casa.