En el macrocampamento Los Arenales, un terreno fiscal de 11 hectáreas donde viven más de 1.300 hogares —en su mayoría migrantes—, florece la organización y la solidaridad pese ala precariedad y el hacinamiento. Ahí también, Elizabeth Andrade, reconstruyó su vida tras escapar de la violencia intrafamiliar y hoy dirige “Rompiendo Barreras”. En 2022, recibió el Premio Nacional de Derechos Humanos del INDH y se convirtió en la primera mujer migrante en obtenerlo. Para ella, “pobladora” no es una palabra peyorativa, sino todo lo contrario: “En dictadura, ser pobladora, fue sinónimo de dignidad y resistencia”, dice convencida. Esta es su historia.
Por Catari Riquelme y Catalina Yob
Hace frío en el resto del país, pero el calor en Antofagasta no cede. Son las diez de la mañana y Elizabeth está en pie desde hace cuatro horas. Lo primero que hace al levantarse es ayudar a su hija Kimberly (27) a prepararse para ir al trabajo y llevar a su nieto Isaac (1) al jardín que queda en la toma.
Los tres viven en el Macrocampamento los Arenales, un terreno fiscal de 11 hectáreas que alberga a más de 1.300 hogares. Ahí se erigen las casas de madera, en medio de familias golpeadas por el hacinamiento, la falta de un trabajo formal y donde el 80 % de los habitantes son migrantes. Elizabeth llegó hace una década hasta ese lugar escapando de la violencia intrafamiliar. En medio de todo eso, campea la organización horizontal y la solidaridad.
Elizabeth está sentada en el escritorio de la sede de la agrupación “Rompiendo Barreras”, de la que es presidenta. Se acomoda los anteojos, mientras revisa unos documentos en el computador y conversa con una mujer que está sentada frente a ella. En su rutina no hay espacios en blanco. Responde a esta entrevista a través de Zoom.
Está vestida con una polera roja de algodón y un moño improvisado que recoge su cabello platinado lo que que le da un halo de sabiduría.
—Estoy haciéndole la visa a una vecina venezolana, pero puedo ir respondiéndoles algunas preguntas — dice con un acento peruano que se resiste a desaparecer, aunque ya lleva 31 años viviendo en Chile.
— ¿Es joda? No están entrando las documentaciones. Acá llega gente de todos lados. ¿De dónde viene usted, vecina?
—Del Yodo.
Los migrantes de Antofagasta saben que en Los Arenales hay asesoramiento para regularizar sus papeles, y son recibidos con gusto. Pero no siempre les pueden entregar buenas noticias: a veces se enteran de que han sido estafados o que sus documentos no pueden validarse.
Eso le ocurrió a la mujer sentada frente a Elizabeth. Sus hijos tienen cédula, pero ella no.
¿Dónde se imaginan que quedan estos niños si se llevan a la señora?—vuelve a mirar la cámara, firme—. ¿En Mejor Niñez? De mejor no tiene nada.
Y tiene razón.
No existen cifras oficiales de la cantidad de niños y niñas migrantes en condición irregular en Chile. Es la población menos contabilizada y la más vulnerable de sufrir explotación laboral y trata de personas. Así ocurrió con el caso de la niña boliviana que fue vendida por su abuela a un matrimonio en Rengo. Como comentó el Fiscal jefe de zona, Osvaldo Yáñez: “No tenía ningún registro oficial. Ella podría haber desaparecido y nadie se habría dado cuenta”, dice la dirigenta social.
Así comienzan la mayoría de los días del Premio Nacional de Derechos Humanos de 2022:
—No le reconoce el mail, vecina. ¿Entramos con el mío? Usted decide—le pregunta a la mujer—. Lo vamos a lograr, no te preocupes.
Elizabeth nació en Lima en el año 1967. Es la mayor de seis hermanos y apenas terminó el colegio, ingresó a un convento para convertirse en monja. Estuvo diez años haciendo votos temporales, hasta que la crisis económica del Perú de los 90- marcada por la hiperinflación y una devaluación brutal que devino en despidos, hambre y pobreza extrema -empujó a la joven Elizabeth a su primera batalla. Fue así cómo comenzó a repartir comida a escondidas de la congregación, aunque esto implicara faltar a su voto de obediencia. Tres meses más tarde, la descubrieron. Se defendió acudiendo a la Teología de la Liberación, el movimiento religioso que interpreta el Evangelio desde la perspectiva de los pobres y oprimidos. Poco después, renunció a la Iglesia y su mamá le aconsejó empezar de nuevo en Chile, donde estaba su hermana.
Tras años de celibato recuerda que se enamoró de Alberto, el padre de su hija de su hija Kimberly.
Llegó en 1994, con 27 años de edad y en pleno auge de la migración peruana al país. Comenzó trabajando como asesora del hogar. Su ex esposo tenía problemas con el alcohol y comenzó la violencia doméstica. Volvieron varias veces, en ese ciclo en el que muchas víctimas quedan atrapadas. Un día, a los 48 años de edad, decidió separarse para siempre. Su historia también la ve reflejada en sus vecinas.
Por todas esas cosas, ella la palabra pobladora no es peyorativa. Pobladora es la que se organiza, lucha y resiste. En sus propias palabras, se remite a la historia de Chile: la dictadura. Allí hubo unidad que pese a todo, para ella, ese tejido social entre la gente humilde, aún no se ha perdido.
“Los pobladores y pobladoras jugaron un rol importante en ese tiempo, algo que no se ha visto reflejado en la historia y que no se cuenta también, ¿no? Tuve la oportunidad de conocer a los antiguos pobladores de la Nueva Habana y ellos contaban cómo se organizaban, cómo formaban escuelas, cómo tenían en ese espacio un centro de salud y otras cosas (…) Todo en medio del miedo. Me siento como muy identificada con eso. Ellos dicen que nosotros somos la Nueva Habana del siglo XXI. Y eso me enorgullece. Cuando me dijeron eso por primera vez me puse a llorar”, confiesa.
El 4 de septiembre de este año, la Quebrada El Way, ubicada al sur de Antofagasta, fue reconocida oficialmente como Monumento Histórico por el Consejo de Monumentos Nacionales (CMN). La decisión, por unanimidad, reconoció el significado histórico y patrimonial de ese lugar, donde en octubre de 1973, la Caravana de la Muerte ejecutó a 14 prisioneros políticos, en uno de los episodios más oscuros de la dictadura militar.
Elizabeth repasa esa historia y dice que este reconocimiento ocurriera hubo “una pelea” de diez años y que la gente del macrocampamento presentó 800 firmas de apoyo.
-La semana pasada ocurrió todo esto. Gente migrante, gente de campamento, gente que ni siquiera conocía tan bien la historia, pero solidarizó con el hecho y fueron parte de este proceso- dice.
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Elizabeth también cuenta con un título de parvularia, aunque aseguran que es una trabajadora social innata, porque conoce a sus vecinos, sus historias, sus carencias y sus miedos. Sabe defenderse y oponerse a los discursos antiinmigrantes. Un día, en una entrevista radial, preguntó: -¿Alguno de ustedes le ha preguntado a algún migrante si de verdad quería abandonar su país? ¿Han visto las plantas de los pies a los que vienen caminando? Yo sí, y les hice masajes en los pies a cada una de esas vecinas.
Las primeras tomas de terrenos que hoy conforman el campamento comenzaron en 2015. La mayoría eran mujeres migrantes latinoamericanas quienes veían imposible el acceso a vivienda formal, muchas de ellas víctimas de la violencia machista.
—¿Quiere un cafecito o un tecito?—pregunta Elizabeth con voz maternal al notar que la mujer no ha desayunado—. No, usted se pasa, vecina. Esta casa es de confianza, no es una oficina cualquiera. No vienen solo a hacer documentos, vienen a compartir su vida. ¿Usted dice que saber coser? Entonces venga a coser, armemos un proyecto juntas. Pero, ¿desde qué hora está acá sin tomar desayuno? No puede ser, vecina-
Se levanta del escritorio y camina hacia la cocina. En el trayecto, gira la cámara del celular para mostrar la casa de la agrupación Rompiendo Barreras.
—Allá está la sala de reuniones—dice—. Y ese rincón es donde se sientan las mujeres a chismosear y ver televisión. Acá es donde atendemos. Y arriba, en el segundo piso, tenemos dos piezas: una para las vecinas que escapan de la violencia intrafamiliar y otra para aquellas en situación de calle.
Sabe por experiencia propia que cuando una mujer se separa, piensa y actúa desde la pena y el dolor. Lloremos, les digo. Pero empecemos a planificar lo que vas a hacer. Y aunque algunas vuelven con sus violentos. Si cien mil veces se separan, cien mil veces las vamos a recibir. Pero que sepan esos sinvergüenzas, que les están sacando la cresta, que ellas no están solas”.
—¿Azúcar o endulzante, vecina?—le pregunta a la mujer.
Elizabeth recuerda que durante la pandemia y el confinamiento obligatorio, mientras se disparaban las cifras de violencia intrafamiliar y las llamadas de auxilio aumentaban en un 148% según Sernameg, con el círculo de mujeres de Los Arenales crearon el Combo Feminista. “Pasaba que durante la madruga le pegaban a una y llamábamos a tres o cuatros mujeres, tumbábamos la puerta de la casa. Luego venía el proceso de denuncia y constatación de lesiones”.
—Miren, la vecina me ha hecho una torta de tres leches que me hace muy bien para la diabetes—se ríe con complicidad mientras entierra el tenedor en el bizcocho y lo prueba con satisfacción—. Mmmh. ¡Acá hay talento, eh!
Elizabeth tiene una forma de saborear la vida que no parece importar cuán complicada sea la situación. Porque el humor y lo colectivo la salvaron de perderse en su momento más oscuro. Cuando llegó al campamento, le decían: “¿Cómo vas a estar así? Tú eres una dirigenta, no puedes estar tomando ni llorando”. Por si fuera poco, también perdió su trabajo: se desempeñaba como parvularia hasta que la despidieron porque su ex marido iba a hostigarla, lo que consideraron una amenaza para el establecimiento. Entonces, se ofreció a cuidar a los hijos de las vecinas. Entre ellas trabajaban, a cambio de un aporte voluntario. Así nació el “Jardín Comunitario de Los Arenales”.
-Cada niño pagaba 10 mil pesos mensuales. Hacíamos rifas y bingos, porque les dábamos desayuno y almuerzo a todos- explica.
Comenzó a ir a reuniones y con Rompiendo Barreras logró organizar a los vecinos y vecinas en 17 comités. Gestionaron la electrificación del campamento, el acceso a agua potable y el estudio de mecánica del suelo. Realizaron su propio censo para precisar quiénes eran y crearon una encuesta para medir las aspiraciones de solución habitacional. Hoy, el proceso de radicación se encuentra en la etapa de diseño.
Entre reuniones con el Ministerio de Vivienda y la consultora encargada del proyecto, Elizabeth no pierde el ritmo.
Es este espíritu el que los ha convertido en ejemplo de organización para otros campamentos. No sueñan solo con el derecho a la vivienda, sino con el derecho a la ciudad. La primera “ciudad latinoamericana” de Chile. A punta de lucha y organización, esa ciudad quedó plasmada en el Plan Maestro, el que promete la primera piedra del edificio a finales de este gobierno.
Según el documento, Los Arenales será el corazón de la Bonilla. Tendrán un subcentro con una plaza central, servicios públicos de la Municipalidad, Registro Civil y Chile Atiende. También contarán con un piso para la cooperativa y emprendimientos locales. El último piso estará destinado a una guardería infantil y a un espacio para atender a víctimas de violencia de género.
“También vamos a tener canchas de fútbol, una radio y una cooperativa. Y queremos hacer un patio de comidas para que, en lugar de Kentucky o McDonald’s, esté doña Paty, doña Julia y doña Rosa con sus comidas peruanas, bolivianas y colombianas”, comenta Elizabeth.
—No hay nada que no se pueda resolver en esta vida, ¿vio? Imagínese si no hubiera tenido paciencia. Le hubiera dicho: “Váyase a su casa, vecina. ¡Qué me importa a mí que tenga cédula o no!”— coemnta.
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Es 25 de julio de 2022 y Elizabeth está a punto de recibir su premio en el Teatro Municipal de Antofagasta, el mismo día que su cumpleaños. Lleva un vestido de encaje negro, el cabello recogido en una cola muy prolija y un collar de perlas. La mitad de su rostro está cubierto por una mascarilla negra con las siglas MPVD, en alusión al Movimiento de Pobladores Vivienda Digna. Pero los ojos le brillan más que nunca.
—Invitamos a la mujer que nos convoca a subir al escenario para recibir el diploma que la inviste como Premio Nacional de Derechos Humanos 2022 – anunció la dupla de presentadores.
Elizabeth sube por las escaleras laterales del escenario. Recibe el diploma y lo alza sobre su cabeza con ambas manos en gesto de triunfo hacia las mujeres y vecinas que la aplauden de pie.
En el público está su hija Kimberly quien la mira con admiración. Más tarde dirá que en ese momento recordó su infancia en el campamento, el dolor de haberse separado de su abuela querida y el bullying que recibió en la escuela por ser peruana. Ella incluso le escribió un rap a su madre.
Elizabeth continúa su discurso, hasta que deja de leer el papel que tiene entre sus manos y hace una pausa. Suspira y muestra un aparato blanco y ovalado del tamaño de un encendedor.
—Miren, yo traje algo —mira al público y hace sonar una alarma–. En la sala del teatro se expande un pitido fuerte, casi ensordecedor.
—Esto me lo entregaron a mí cuando corría un peligro inminente como mujer violentada. Me dijeron que me refugiara en una casa de cuidados. Ojalá que todas las instituciones sepan que las mujeres no tenemos porqué encarcelarnos, sino que tienen que encerrar a los que nos atacan—afirma con un tono potente.
A tres años de ese día, Elizabeth reflexiona sobre el poder institucional que ha conseguido. Asegura que lo podría aprovechar para conseguir algún cargo político, pero le gusta más estar “del otro lado” y ver la cara compungida de las autoridades cuando la ven llegar.
Recuerda un día que visitó el ex Congreso Nacional con presencia de diputados y senadores. “Cuando me tocó saludar, comencé por las honorables dirigentas pobladoras de San Joaquín y San Antonio, y al final por los diputados y senadores. Después se acercaron mis vecinas y me dijeron: Eli, eres una chuchesumadre. Se rieron y me abrazaron”, relata a carcajadas.
—Ellas también son honorables y son importantes. Tomaron conciencia de tener un cuadro político que les diga quiénes somos, qué queremos y para qué estamos aquí. Podría aspirar a dar charlas internacionales y crear fundaciones. Pero a mí me gusta trabajar con mis vecinos, gozar de un bingo, de una rifa, hacer un plato único. Creo que ya no me corrompí. Voy a cumplir 58 y moriré así—dice segura mientras se ríe.
*Este texto fue parte de la sección Reportajes y perfiles impartido por la profesora Carolina Rojas.