No es amor, es trabajo no remunerado: la labor invisible que sostiene vidas en Chile

En Chile, miles de familias sostienen su día a día gracias a un esfuerzo que casi nadie ve: la labor de las mujeres cuidadoras de personas con dependencia severa. Esta tarea, históricamente invisibilizada, sigue siendo asumida como una responsabilidad no remunerada y, muchas veces, normalizada. A pesar de los recientes esfuerzos del Estado, como la creación del Sistema Nacional de Cuidados, estas mujeres continúan atrapadas en un ciclo donde su bienestar, su salud mental y sus derechos se desvanecen entre la urgencia y el abandono. Las cifras lo confirman. De los 100 centros de cuidados prometidos, solo 31 estaban en funcionamiento hace dos meses y hoy llegan a 50, aunque con diversas deficiencias. De las 1.194.273 cuidadoras registradas en Chile, apenas 1.674 reciben un aporte estatal de 33 mil pesos. Es decir, solo el 0,14% cuenta con un reconocimiento económico mínimo por una labor que, en silencio, sostiene uno de los pilares más frágiles y esenciales del país.

Por Karla Fernández y Valentina Rojas

Para Lydia Díaz, el sonido del despertador a las 6:00 AM no marca simplemente el inicio de una nueva jornada doméstica o el comienzo de una rutina laboral convencional. Para ella, después de levantarse, comienza una odisea. La primera barrera son las veredas agrietadas y desniveladas de Estación Central. El trayecto hacia el colegio es un desafío constante, un baile precario entre los hoyos imprevistos y las losas desprendidas que amenazan con desestabilizar la silla de ruedas de su hijo Leandro. A esta carrera se suma la frustración de buscar alternativas para los ascensores del Metro, que casi siempre están en mantención. El tiempo avanza. Ella se impacienta. Para Lydia, llevar a Leandro al colegio es mucho más que una simple rutina. Es una tarea agotadora a la que no puede renunciar.

Leandro Concha, al que cariñosamente llaman “Lea” en casa, nació el 19 de julio del 2006 en el hospital San Borja. A diferencia del nacimiento de su hermana mayor, su parto no tuvo mayores complicaciones. Los primeros meses de Lea transcurrieron tranquilos, con una calma casi inquietante. Dormía mucho. No lloraba. No pedía comida. Apenas se movía.

Una semana antes del chequeo del primer trimestre, Lydia empezó a notar algo inusual: su hijo no tenía buen sostén cefálico, es decir, no podía mantener su cabeza erguida ni estable, y tampoco balbuceaba. Al consultar con los especialistas, recibió una respuesta que, en ese momento, parecía disipar sus preocupaciones. “Al ser hombre, tienden a ser más flojos y regalones”, le dijeron varios médicos.

Lydia intentó creerles. Intentó convencerse de que los niños, especialmente los varones, eran distintos. Más lentos. Más regalones. Recordó cómo su hija mayor, Daniela, a los tres meses ya podía sostener objetos pequeños, sonreír en respuesta a estímulos y mantener la atención visual. Algo no cuadraba.

Decidida a salir de la incertidumbre, ahorró dinero con esfuerzo y llevó a Leandro a un pediatra particular. Este, con mayor diligencia, lo derivó a un neurólogo. En la consulta, la neuróloga realizó un ejercicio sencillo pero revelador: movió un juego de llaves frente a Leandro, esperando que el bebé siguiera el movimiento con la mirada. Pero Lea ni se inmutó.

– Yo pensaba que era un bebé muy tranquilo simplemente. Le dije al doctor que quizás el Leito quería dormir un poco o que estaba cansado. En el fondo yo sabía que algo andaba muy mal pero no quería asumirlo- dice Lydia sentada en el living de su casa mientras acaricia las manos de Leandro.

-Mamita, quiero que te tomes esto con calma- dijo la neuróloga- pero cuando un niño no emite respuestas ante estos ejercicios, probablemente significa que tiene retraso mental y/o cognitivo.

– ¿Qué es cognitivo?, ¿Qué implica un retraso mental?, ¿Qué grado de retraso tiene? me preguntaba a mí misma mientras lloraba en el hombro de mi hermana. No podía creerlo, no quería creerlo- recuerda Lydia, levantando la mirada hacia el cielo, como si aún buscara la respuesta.

-El niño probablemente avance más lento que el resto, aunque no se sabe cuánto. Mientras tanto, hay que evaluarlo – comentaba la doctora mientras llenaba la hoja con la que derivó a Leandro a la Teletón.

“Leito” entró a Teletón a los once meses. Ahí, le dieron un primer diagnóstico: Síndrome Hipotónico con retraso en el desarrollo psicomotor severo. Esta condición produce que la persona tenga un tono muscular disminuido y un retraso en el desarrollo psicomotor. Retraso que puede manifestarse en demoras en la adquisición de habilidades motoras, como sentarse, pararse o caminar, así como en el desarrollo de habilidades cognitivas y sociales.

La familia esperó casi un año para que otro neurólogo lo atendiera en el Hospital San Borja. Recién cuando Leandro cumplió un año y dos meses, Lydia obtuvo una respuesta más concreta: el neurólogo confirmó que el niño tenía problemas cognitivos, pero la causa subyacente seguía siendo un misterio.

Con el paso del tiempo, Lydia tuvo la esperanza de que Lea mejoraría. Sin embargo, admite que fue para el segundo cumpleaños de Leandro cuando realmente tuvo que aceptar la realidad. Su hijo tenía dos años y seguía siendo un bebé en muchos aspectos; no hablaba, no caminaba, y no mostraba un progreso evidente de ningún tipo. Lo sentaban y se caía, sin hacer el menor esfuerzo por pararse.

Leandro fue paciente de la Teletón hasta los 3 años 4 meses. En un punto, los especialistas se dieron cuenta que Leo no progresaba y le dijeron a Lydia que lo lamentaban, pero que los recursos se debían gastar en niños que mostraran avances. Lydia recuerda este episodio con algo de tristeza en su cara, frunce el ceño y explica que Teletón, al ser un ente privado, tiene la potestad de “sacar” a alguien de sus terapias constantes. 

– En un momento me sentí mal, no lo voy a negar. Me sentí abandonada por la Teletón. Pero eso ya pasó, ahora Leo sigue teniendo terapias en el centro Teletón, pero una o dos veces al año – dice Lydia mientras acaricia las manos de Leandro.

En 2007 no se contaba con un diagnóstico definido y, dieciocho años más tarde, la incertidumbre persiste. En el 2024 Leandro se realizó un examen que costó casi $600.000. En ese momento costó juntar el dinero, ya que a la familia paterna de Leandro le avergonzaba realizar completadas y bingos. Sin embargo, cuando recaudaron el monto, el estudio salió no concluyente. La muestra decía que posiblemente fuera Síndrome de Rett-like, lo cual es casi imposible porque esta enfermedad solo ha sido diagnosticada en niñas.

Hasta el momento, Lea no tiene un diagnóstico que identifique por completo su condición. La prueba de Angelman arrojó retraso mental severo, una verdad que la familia Concha Díaz conocía desde 2007. El examen de Prader-Willi dio como resultado autismo. Sin embargo, ninguno de estos diagnósticos ofrece una explicación completa ni abarca la totalidad de la condición de Leandro.

“No es amor, es trabajo no pago”

Lydia, una mujer de 50 años y madre de tres hijos, es el rostro de una realidad que abruma a 1.194.273 mujeres en Chile, quienes dedican su vida a cuidar a seres queridos con dependencia. Su testimonio es un eco que resuena en innumerables hogares.

-Da pena que el servicio social, que debiera ser social, no lo sea- lamenta Lydia con la voz entrecortada. -Acá, en el municipio, estuvimos muchos años a la derecha instalada y cuando uno iba a ver algún beneficio siempre nos decían “oiga señora no sea floja, trabaje”- . La frustración se desborda en sus palabras. -Yo trataba de explicarles que no me alcanza para los pañales, que no puedo ejercer un trabajo remunerado porque tengo una persona con dependencia severa que requiere de mis cuidados-, insiste.

La encuesta CASEN de 2022, reveló que un 39,1% de las mujeres no tiene ingresos propios, que difiere del 13,6% de los hombres que no cuentan con ingresos. La falta de capital provoca que sean dependientes económicamente de un tercero, comúnmente de sus parejas. A propósito, tal falta de independencia económica restringe las oportunidades de desarrollo personal y profesional de las mujeres, perpetuando el ciclo de dependencia y desigualdad. 

Lydia, con la voz entrecortada, dice que en una de las tantas idas a la municipalidad para solicitar apoyo le respondieron que debería vender queques para generar ingresos -¿Cómo va a depender de la ayuda? Si usted tiene las manos buenas- le dijo una funcionaria municipal.

La carga de Lydia es casi total. Aunque Manuel Concha, padre de Lea, está presente y apoya económicamente al hogar, no comparte las responsabilidades directas del cuidado de su hijo.

-Le cuesta, no sabe andar con él en la micro, le incomoda la silla. Tiene poco contacto con él- confiesa Lydia.

Con el tiempo entendí que yo no podía hacerme cargo de todo– comienza a relatar Lydia, cabizbaja. Le decía a Manuel que él hacía su vida normal, trabajaba harto pero igual podía salir con sus amigos y yo no. Cuando quería ir a ver a mi mamá él decía “¿Y los niños? ¿Vas a dejar solo al Leandro?”. Manuel creía que solo su tiempo era valioso-.

Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), mundialmente las mujeres realizan el 76,2% del trabajo de cuidado no remunerado. En Chile, según la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo (ENUT) realizada por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) en 2015, las mujeres dedican en promedio 5,89 horas diarias a trabajos no remunerados, en contraste con las 2,74 horas diarias que dedican los hombres. Esto refleja una brecha de género significativa en la distribución del trabajo de cuidados.

La carga desproporcionada de tiempo invertido en diferentes tareas es una renuncia a un trabajo, a estudios, a una vida propia. El estudio refleja la realidad de Manuel, quien rara vez se acerca a Leandro. Lydia dice que podría contar con los dedos de una mano las veces que lo tomó en brazos, que la ayudó a cambiar los pañales o que lo sentó en la silla terapéutica. A la hora de hacer las compras del mes lleva a sus otros hijos, no a  Leandro.

Hubo un tiempo, tras el estallido social, en el que Lydia comenzó a estrechar lazos con sus vecinas. Juntas, impulsaron una “Navidad solidaria y comunitaria”, dieron regalos a todos los niños de la Villa las Américas de Estación Central y compartieron la tarde del 25 de diciembre con juegos inflables y comida.

-¿Para qué te metes en huevadas, Lydia?- rezongaba Manuel -Preocúpate del Lea mejor–. A pesar de las explicaciones de Lydia, de cómo esos encuentros le permitían tanto a ella como a Leandro compartir e interactuar con más personas, Manuel lo consideraba una “tontería”.

La pandemia, con su manto de confinamiento, terminó por hacer , lo que a esas alturas,  ya era inevitable. Así llegó el quiebre de la relación de Manuel y Lydia. Pese a la separación, Manuel mantiene una buena relación con sus otros hijos, Daniela, de 21, y Gabriel, de 16. Asumió la responsabilidad económica total del hogar, trabajando en dos empresas como contador desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche.

Lydia se quiebra al hablar del término de su matrimonio. Confiesa que, en muchas ocasiones, se sintió profundamente culpable de todos los problemas en su hogar. Sentía que no podía ser una mujer presente para Manuel, que no advirtió a tiempo el trastorno alimentario de Daniela, que dejó de lado la crianza de Gabriel. Que se dedicó por completo a Leandro, su “bebé gigante”. Y que, sin darse cuenta, la culpa se le instaló al lado.

Una carga invisible

El cuidado de personas en situación de dependencia es una tarea esencial para la cohesión social y el bienestar de las familias que a menudo permanece oculta. Es una carga invisible que recae desproporcionadamente sobre los hombros de miles de mujeres. En Chile, esta labor ha sido largamente desatendida, dejando a las cuidadoras en una situación de vulnerabilidad: desgaste físico, mental y social.

Un informe del Ministerio Social y Familia junto a ONU Mujeres señaló las serias deficiencias en el sistema de cuidados chileno. Identificó una escasa articulación de redes, la limitada existencia de dispositivos comunitarios, la insuficiencia de apoyo a nivel familiar y una notable falta de respaldo específico para las madres cuidadoras. Además, recalcó la urgente necesidad de ampliar la disponibilidad de cuidadoras suplentes, optimizar la coordinación de los servicios existentes y fortalecer un enfoque intersectorial en las políticas de cuidado.

Actualmente, el Estado chileno cuenta con dos programas principales para apoyar esta labor: el Programa de Pago a Cuidadores y la Red Local de Apoyos y Cuidados. El primero, entrega un estipendio mensual de $32.991 a quienes cuidan a personas con dependencia severa. Un beneficio modesto, en el que se postula a través de los servicios de salud y entregado por el Ministerio de Desarrollo Social, que solo llega a 1.674 cuidadoras a nivel nacional.

Por otro lado, la Red Local de Apoyos y Cuidados busca brindar asistencia a personas con dependencia funcional moderada o severa mediante visitas médicas, ayudas técnicas y orientación a las cuidadoras. Este programa, aunque con un gran alcance al operar en 115 comunas, aún no logra cubrir la vasta demanda.

El 4 de junio de 2024, el presidente Gabriel Boric alzó la voz para la promesa de un giro significativo en esta realidad. Para 2026, Chile contaría con 100 Centros de Cuidado Comunitario (CCC), pilares del ambicioso Sistema Nacional de Cuidados: Chile Cuida. Esta iniciativa, que comenzó en Arica y Puerto Saavedra, se enmarca en la estrategia de Ciudades Justas del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, en una alianza crucial con el Ministerio de Desarrollo Social y el Ministerio de la Mujer. 

La vida de una cuidadora esta colmada de responsabilidades, silencios y sacrificios que, a menudo, permanecen ocultos. La psicóloga experta en género, Pilar Orfali, advierte sobre las graves consecuencias psicológicas de esta realidad. La sobrecarga de tareas y la falta de tiempo para sí mismas generan altos niveles de estrés crónico y ansiedad. La presión social, tejida con expectativas y normas de género, empuja a las cuidadoras a un abismo de culpa si sienten que no cumplen con cada demanda.

El aislamiento social, la soledad y la limitación de oportunidades para el desarrollo personal son otras secuelas devastadoras. Orfali explica que cuando una labor tan fundamental es invisibilizada y desvalorizada, las mujeres que la realizan pueden internalizar este mensaje, sintiendo que lo que hacen “no cuenta” o “no es importante”, mermando su autoestima e identidad. Esto lleva a patrones como la internalización del malestar, la culpa al priorizarse y una hiper responsabilidad.

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Los testimonios de cuidadoras como Ernestina Martínez y la propia Lydia Díaz son ejemplos de este desgaste mental y emocional. Ernestina, quien cuidó a sus padres durante cinco años y medio, vivió un aislamiento absoluto que marcó su vida. –No salí de mi casa más que para llevarlos al hospital y a comprar a la farmacia o al negocio de la esquina- relata. Al fallecer sus padres, se enfrentó a un mundo completamente nuevo para ella, casi como una extraña en su propia ciudad. Lydia, con dieciocho años cuidando a su hijo Leandro, describe su rutina como una maratón sin descanso. -Hay días que no duermo (…) a veces estoy hasta las 3 de la mañana despierta todos los días, porque estoy pendiente de que no se caiga de la cama–comparte con la fatiga grabada en su voz, una fatiga que va más allá del cansancio físico. Es más que eso.

Otra consecuencia directa del cuidado son los periodos sin cotizar que tienen quienes se dedican a trabajar como cuidadoras. Las lagunas previsionales son los intervalos en los que una persona no cotiza en el sistema de pensiones, afectando así la acumulación de sus fondos y, en consecuencia, el monto de su futura jubilación.

Según datos de la Superintendencia de Pensiones de Chile, las mujeres presentan una mayor cantidad de lagunas previsionales en comparación con los hombres. Un estudio de la Comisión Asesora Presidencial sobre el Sistema de Pensiones (Comisión Bravo) reveló que las mujeres tienen, en promedio, 9,8 años de lagunas previsionales, mientras que los hombres tienen 7,4 años.

Una de las principales causas de las lagunas previsionales en las mujeres es la responsabilidad de cuidado. Las mujeres suelen interrumpir su vida laboral para cuidar a sus hijos, familiares enfermos o adultos mayores. Estas interrupciones, a menudo prolongadas, resultan en períodos sin cotizaciones. -Tuve dos lagunas previsionales muy grandes, cuando fui mamá y me dediqué a cuidar a mis hijas y luego cuando cuidé a mis papás. Me afectó mucho porque, por ejemplo, cuando hice los retiros del 10% me quedé con muy poca plata, pero si los dejaba el monto de la jubilación tampoco aumentaba tanto. Al final, pase lo que pase, las mujeres que cuidamos siempre terminamos perdiendo y nos vemos afectadas- sentenció Ernestina.

El costo económico no se limita solo a la pérdida de ingresos y cotizaciones; los gastos directos del cuidado son abrumadores. Lydia detalla gastos mensuales superiores a $60.000 solo en pañales de buena calidad, ya que los de menor precio “se pasaban” y requerían más sabanillas y cambios de muda. A esto se suma la leche especial para Lea, que puede costar entre $23.000 y $27.000 el tarro, y de la cual necesita entre tres a cuatro unidades mensualmente. La pensión de invalidez de Leandro, de aproximadamente $203.000, apenas logra cubrir estos gastos básicos, dejando un vacío económico que Lydia debe ingeniárselas para llenar, recurriendo a lo poco que tiene o a la ayuda de terceros.

Pamela Saavedra, tiene 57 años y ha dedicado más de tres décadas al cuidado de su hija Catalina, quien tiene un daño neurológico con dependencia severa y espasticidad de extremidades. Ella no puede alimentarse sola, no camina y no hace su vida normal. 

Según Pamela, fue recién en 2018 cuando se consolidó un punto de inflexión en el reconocimiento del trabajo de las cuidadoras con la primera marcha nacional de cuidadoras informales, generando una visibilización pública. Sin embargo, seis años después, afirma que el panorama continúa siendo desalentador y que persisten importantes deudas en materia de políticas públicas. En particular la precariedad del estipendio entregado a quienes cuidan: “no es un sueldo, es un bono de $32.000, y con esa cantidad de dinero no haces nada”, enfatizó. Pamela considera que esta situación se agrava para quienes permanecen en casa sin vacaciones, viviendo días que se repiten sin descanso, especialmente cuando se cuenta con una mínima red de apoyo.

A pesar de reconocer su labor como un trabajo, Pamela se enfrenta a la percepción social de que “cuidar a un hijo no es trabajar, es lo que nos corresponde como mamás”. Este sesgo cultural es el gran obstáculo para que su trabajo sea valorado y remunerado. -Al no tener una red de apoyo, como es mi caso, que no cuento con el apoyo del papá de mi hija, estamos aún más abandonadas- dice.

Lydia nunca tuvo otra opción. Desde que Leandro nació, supo que sería ella quien se haría cargo. No podía costear un jardín, ni una trabajadora de casa particular.  Como ella, en Chile, muchas mujeres se ven obligadas a quedarse en casa cuidando niños o personas dependientes, lo que les impide trabajar o buscar algún tipo de empleo. Este grupo perteneciente a quintiles más bajos hacen trabajos informales, a menudo sin contrato, lo que implica mayor rotación, menos seguridad laboral y más probabilidad de estar “desempleadas” entre un trabajo y otro. 

El psicólogo Álvaro Soto, investigador del Centro Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder, subraya que el trabajo del cuidado es de “alto riesgo psicosocial”. -Existe una doble vinculación, donde los mensajes contrapuestos entre el amor y el agotamiento imposibilitan que las cuidadoras se permitan estar cansadas o desgastadas, sintiendo que en esa contradicción “están dejando de amar”–.

La discapacidad de Leandro no sólo ha impactado la vida de Lydia, sino que ha tejido una compleja red de efectos en sus hermanos. El hermano menor de Lea, Gabriel, de 16 años, comenta con una madurez inusual que al crecer viendo a su hermano de esa forma, la condición le parece normal. Reconoce que el hecho de crecer con un hermano que no tenía un diagnóstico claro provocó que él desarrollara una empatía mayor.

-La mayor ventaja de tener a Lea como hermano es que el individualismo nunca fue parte de mí-, reflexiona.

Sin embargo, Gabriel sufrió bullying en el colegio a temprana edad. Sus compañeros lo molestaban, le decían que su hermano era “tonto” y lo conocían despectivamente como “el hermano del niño tonto”. Con cierta incomodidad, el joven de 16 años comenta que estos comentarios hirientes contribuyeron a que su personalidad se volviera más cruda y distante. 

Lydia confirma, con una expresión de orgullo en sus ojos, que su hijo Gabriel es excepcionalmente comprensivo con su hermano. Actualmente, la familia está unida en un nuevo esfuerzo: juntar dinero para comprar una silla terapéutica que tiene un valor de aproximadamente $525.000. Para alcanzar esta suma, tuvieron que tomar decisiones dolorosas: suspender las clases de taekwondo de Gabriel y las sesiones psicológicas de Daniela. Gabriel, a pesar de reconocer que el deporte lo mantiene saludable y lo ayuda a salir de la rutina del hogar, mantiene su postura de hacer estos ajustes económicos con tal de que su hermano tenga una mejor calidad de vida.

Daniela, hermana mayor de Leandro, tiene 21 años y estudia para ser contadora. Es la cuidadora secundaria de Lea y, según Lydia, también es su segunda mamá. Daniela tenía muy buenas notas en el colegio y se comportaba bien, nunca dio problemas en su casa y sus padres la catalogan como una hija ejemplar. Sin embargo, Daniela comenta que los problemas económicos del hogar, el tener que ser pequeña y ayudar a su mamá a cuidar a Leandro -ya que su papá no lo hacía- provocaron que cayera en una profunda depresión y tuviera problemas alimenticios. 

-Al final del día es mi hermanito y lo amo, no me importa lo malo que pase. Si tenemos que pasar vacas flacas lo haremos. Si él está bien y mi mamá se siente acompañada, todo está bien. Es lo que siempre hablamos con Gabriel-, comenta Daniela. 

Toda promesa debe cumplirse

A medida que el tiempo avanza, el grado de cumplimiento de las promesas del gobierno en materia de cuidados comienza a evidenciarse. Si bien en la pasada Cuenta Pública el presidente Boric comprometió 100 Centros Comunitarios de Cuidado, hasta la fecha, se han materializado 31. Los dos más recientes son San José de Maipo y Sagrada Familia.

El  31 de julio fue la inauguración del segundo Centro Comunitario de Cuidados en la Región Metropolitana, en la comuna de San José de Maipo. Según las autoridades “el recinto albergará a 120 personas simultáneamente (…) cuenta con un salón multiuso, un espacio destinado a los cuidados, un patio techado para actividades y una cocina para emprendimientos y talleres”. 

En una visita al centro se constató que este se encuentra divido en dos; en el primer espacio hay un salón principal que tiene vigas a la vista y un espejo que produce un efecto de amplitud del espacio. Tiene un baño que cuenta con acceso para silla de ruedas. Entre los espacios se encuentra el patio techado, el cual mide 3 metros de ancho y seis de largo. Al otro extremo del Centro se encuentra la cocina y las mesas disponibles para hacer talleres.  

Para el evento de inauguración del Centro se usó el salón multiuso principal en el que, con dificultad, cabían 50 personas. El baño no estaba completamente equipado, si bien está habilitado para las personas que usan sillas de ruedas, no contiene mudador para niños ni para adultos, lo cual es considerado como primordial para las cuidadoras. 

Aquel 31 de julio el aguanieve cubría San José de Maipo, a pesar de las condiciones climáticas del sector, el Centro no cuenta con aire acondicionado ni con calefacción a leña –el cual está permitido al ser un sector rural–. 

En la inauguración de estos centros, la subsecretaria de Servicios Sociales, Francisca Gallegos, dijo que el gobierno “está trabajando intensamente para alcanzar los 100 centros en proceso para el fin del mandato”. Mientras que la subsecretaría de Vivienda y Urbanismo, Gabriela Elgueta, afirmó que “la meta presidencial es que habrán centros construidos y van a quedar centros en ejecución. Como Minvu hemos construido 25 centros y los cinco otros han sido espacios facilitados por las municipalidades y que se han reconvertido y habilitado para ser espacios de cuidado”.

Sin embargo, el presidente Gabriel Boric durante la Cuenta Pública del 2024 precisó que al final de su gobierno estarán construidos 100 nuevos Centros Comunitarios de Cuidado. La nueva precisión de que quedarán centros en proceso de construcción se informó en la Cuenta Pública del 2025, cuando en ese entonces habían 26 centros construidos y aún quedaban 74 por inaugurar o construir.

La expectativa se posa ahora en el crucial debate legislativo que se espera para el segundo semestre en la Cámara de Diputadas y Diputados, con la esperanza de que concluya con la aprobación del proyecto de ley que no solo reconoce el derecho al Cuidado, sino que también crea un sistema destinado a sustentarlo de manera efectiva.

No obstante, persisten las críticas y los desencuentros entre la planificación centralizada y la cruda realidad de las cuidadoras en el territorio. Una exfuncionaria del MIDESO, que prefiere mantener su nombre en reserva, reconoce el éxito del programa en articular las capacidades territoriales del cuidado con las personas cuidadoras, e incluso menciona que la glosa del Programa Red Local de Apoyos y Cuidados (PRELAC) permite comprar artículos y prever servicios especializados como el “baúl de cuidados”. 

Pero es precisamente este último punto el que, a su consideración, deja mucho que desear. El baúl o kit de cuidados contiene una bata, pantuflas, cosmética para la salud de la piel, accesorios para las uñas y un antifaz para dormir.

Para las cuidadoras, el kit, aunque se valora porque “algo es mejor que nada”, dista mucho de ser lo que realmente necesitan. -¿En qué momento alguien podría ponerse una bata y hacerse las uñas? Fui cuidadora, lo que menos tenemos es tiempo- comenta Ernestina Martínez con una mezcla de indignación y resignación, evidenciando la desconexión entre las soluciones propuestas y las necesidades reales de quienes viven la experiencia del cuidado día a día.

Entre los beneficios del Sistema Nacional de Cuidados (SNC) está el acceso a capacitación para acceder a cursos gratuitos o con subsidios en materia de cuidados como primeros auxilios o autocuidados, también la cuidadora puede operar a la derivación a redes de apoyo emocional y psicológico. También se facilita el acceso a programas sociales como el subsidio familiar, Ingreso Mínimo Garantizado, postulación priorizada a apoyos habitacionales o programas del FOSIS, SENAMA o SENADIS y acceso preferente o facilitado a servicios, este último es el que en su mayoría no se cumple.  

El gobierno anunció un carnet de cuidadoras, que permitiría identificarlas, cuantificarlas y darles beneficios; dentro de estos últimos, el primordial era el acceso prioritario a los centros de salud. La efectividad de las credenciales es muy cuestionada por quienes intentan usarlo. 

En noviembre del 2024, el hijo de Carmen Gloria tuvo que recurrir a urgencias por complicaciones pulmonares y en el hospital no respetaron ni dieron preferencia a su atención, a pesar de mostrar el carnet. Por su parte, Lydia relata que, a la hora de mostrar la credencial para pedir los remedios en la farmacia del CESFAM, las funcionarias le respondieron que no tenían conocimiento sobre el uso del carnet de cuidadoras en los centros de salud.

Las grietas también se evidencian en la ubicación y las condiciones de infraestructura de algunos Centros Comunitarios de Cuidado. Lydia y las integrantes de la agrupación “Cuidando con Dignidad” relatan su decepción.

-Vimos que harían un centro cercano a Torres del Paine- cuenta Lydia, con un matiz de incredulidad en su voz. Se habló con las autoridades, argumentando que, por lógica y necesidad, el centro debía estar en un lugar más accesible. -La idea era que se hiciera en Puerto Montt, en un lugar que tuviera acceso, pero alejado de la ciudad es muy difícil de llegar- comenta otra integrante de “Cuidando con Dignidad”. 

La desconexión entre la planificación centralizada y las necesidades reales de las comunidades emerge como un obstáculo palpable, dificultando que las cuidadoras puedan hacer uso de estos espacios vitales.

Las deficiencias no se detienen ahí. Uno de los centros recientemente inaugurados, el de Quinta Normal, enfrentó serios problemas durante el verano. La estructura del edificio, alta y sin aire acondicionado, se convirtió en una trampa de calor. En enero, cuando las temperaturas se disparaban hasta los 38°C, quienes asistían al centro relatan que solo contaban con un único ventilador. La situación era crítica: los niños llegaron a descompensarse, y para aquellos con autismo, que suelen sofocarse con mayor facilidad, la experiencia fue particularmente angustiosa. Las promesas de un sistema de apoyo integral, aunque bienintencionadas, parecían desvanecerse ante la cruda realidad de una implementación que aún no logra responder plenamente a las complejas y vitales necesidades de las familias cuidadoras.

La abogada e investigadora Laura Pautassi, de la Universidad de Buenos Aires, subraya con vehemencia la importancia de que el Estado reconozca el cuidado como un trabajo. Pautassi explica que los cuidados son tanto directos (como la asistencia física) como indirectos (como la gestión del hogar y los trámites), y que ambos constituyen un pilar fundamental dentro de la sociedad. Cuando las personas y el Estado pueden reconocer esta dualidad, las políticas públicas enfocadas al cuidado funcionan de mejor manera. -Es fundamental que se identifiquen los cuidados como trabajo y no sólo como actos de amor. Este reconocimiento cambia la perspectiva sobre la responsabilidad y el valor del cuidado- , sostiene Pautassi, poniendo el foco en la necesidad de desromantizar una labor que es, antes que nada, una carga de trabajo.

La última crítica recurrente al Sistema Nacional de Cuidados tiene que ver con el monto irrisorio que reciben las cuidadoras a través del estipendio. Para comprender la magnitud de este problema, es crucial conocer la realidad socioeconómica de estas personas.

De acuerdo con datos del Registro Social de Hogares, la labor de cuidado en Chile está fuertemente feminizada: el 86% de las personas que se identifican como cuidadoras son mujeres, mientras que solo el 14% son hombres. La edad de estas cuidadoras también revela información relevante: casi la mitad, el 46%, tiene entre 40 y 59 años, una etapa de gran carga familiar. A este grupo le sigue el 29% de mujeres de 60 a 79 años, que continúan con estas responsabilidades en la tercera edad, cuando la energía y los recursos físicos son más limitadosD.

Por otro lado, la gran mayoría de las personas cuidadoras (79%) pertenecen a hogares ubicados en el tramo 1 de la clasificación socioeconómica, es decir, aquellos que tienen la menor cantidad de ingresos. 

El Programa de Pago a Cuidadores de Personas con Discapacidad (estipendio) otorga un pago mensual de $32.991. Sin embargo, de las 1.194.273 personas inscritas como cuidadoras en Chile, solo 1.674 reciben este aporte. Según Javiera Toro, ministra de Desarrollo Social y Familia, la regla de preferencia para el pago de dinero tiene un orden estricto que comienza por la severidad en la dependencia del causante —medida con el Índice de Barthel—, seguida por la antigüedad en la postulación del causante y finalmente la clasificación socioeconómica conforme al Registro Social de Hogares. Esta estricta priorización, si bien busca focalizar el recurso, deja a una abrumadora mayoría sin apoyo.

El problema del estipendio, según las propias cuidadoras, no radica solo en la poca cantidad que entrega, sino en su ínfima cobertura. De las tres mujeres entrevistadas que actualmente se encuentran realizando labores de cuidado para esta investigación, ninguna cuenta con el aporte. Solo Lydia conoce a una persona que, tras años de postulación, ha logrado adjudicarse el beneficio. 

Pamela Saavedra anhela ver el Sistema Nacional de Cuidados funcionando de manera completa, con todas sus promesas materializadas. -A mí me encantaría ver la aplicabilidad del SNC, porque hasta ahora solo se sabe que abrirán centros, pero Dios sabrá cuándo-expresa con resignación.

-También que nos darán un kit y que recibimos el estipendio y pucha aunque sean 33 mil pesos, igual me sirven para una semana de pañales del David-.                            

Una constante espera

La vida de Lydia, al igual que la de miles de cuidadoras en Chile, ha sido una espera interminable. Una espera que no solo se manifiesta en la anhelada implementación de un sistema de cuidados robusto, sino en la angustiante rutina de cada día frente a un sistema de salud que, a menudo, se muestra lento, burocrático y, en ocasiones, indolente. La incertidumbre del diagnóstico de Leandro, prolongada por años de consultas y pruebas inconclusas, es el telón de fondo de una realidad que ninguna familia debería enfrentar sola.

Cuando la neuróloga le dijo, sin demasiadas certezas, que probablemente Leandro podría tener retraso cognitivo, Lydia no sabía que esas palabras, no eran un diagnóstico, sino el inicio a una odisea para la familia. Una odisea plagada de citas que se postergaban meses, de especialistas que daban respuestas vagas y de la frustración de sentir que el tiempo de su hijo se escurría.

Lydia recuerda  las horas interminables en salas de espera de hospitales públicos, donde la esperanza se mezclaba con la desesperación de ver a Leandro sin un diagnóstico definitivo, sin la certeza que pudiera abrir las puertas a tratamientos más específicos. Cada derivación a un nuevo especialista significaba reiniciar el ciclo de la espera, de contar una y otra vez la historia de “Leito”, de mostrar los escasos avances, y de rogar por una mirada más profunda o más comprometida.

La misma espera se trasladaba a la obtención de los remedios esenciales y la gestión de la salud de Leandro. Las farmacias de los CESFAM, supuestamente diseñadas para facilitar el acceso, se convertían a menudo en otro laberinto burocrático. Cuando Lydia mostraba la credencial de cuidadora, el personal de salud respondía que no tenían conocimiento sobre su uso, evidenciando una desconexión irritante entre la política y la práctica. Esa falta de información y sensibilización en la primera línea de atención prolongaba su extenuante jornada, obligándola a más trámites, más explicaciones, más paciencia. No era solo el medicamento lo que esperaba; era el reconocimiento de su rol y la agilización de un proceso vital.

La travesía para obtener un diagnóstico preciso para Leandro, que se extendió por más de una década, es quizás el epítome de esta espera. Los 14 años transcurridos desde ese primer “Síndrome Hipotónico” hasta un examen de casi $600.000 que resultó “no concluyente”, son el reflejo de un sistema que lucha por dar respuestas a las condiciones más complejas.

La esperanza de que la ciencia revelara el misterio de la condición de su hijo chocó una y otra vez con la realidad de los recursos limitados y la falta de información. Lydia se vio obligada a vivir con diagnósticos parciales de “retraso mental severo” o “autismo” que, aunque ciertos, no ofrecían una explicación completa ni un camino definitivo para la intervención.

En este escenario, la promulgación de la Ley de Enfermedades Raras, Poco Frecuentes y Huérfanas se alza como un faro de esperanza para Lydia y para las miles de familias que, como ella, han transitado por un calvario de diagnósticos evasivos y tratamientos inconexos.

La tramitación de esta norma, que reflejó un proceso legislativo extenso y accidentado -marcado por avances intermitentes y haber sido archivada y desarchivada en dos ocasiones- pone en evidencia tanto la fragmentación del compromiso institucional como las dificultades inherentes a legislar sobre temas que, aunque afectan a una proporción estadísticamente baja de la población, representan necesidades urgentes y complejas. La historia de su gestación legislativa es, en sí misma, una metáfora de la lenta marcha de la justicia para los más vulnerables.

Jessica Cubillos, Presidenta de la Federación de Enfermedades Poco Frecuentes, captura la esencia de este hito con una mezcla de emoción y pragmatismo. -Con este hito resuena un sinfín de nombres en mi cabeza, abrazo este comienzo, porque eso es, un comienzo- afirma, reconociendo el largo camino que aún queda por recorrer. Para Jessica, esta normativa no es el destino final, sino un “esqueleto compuesto de cuatro partes: definición, listado, registro y comisión de expertos”.

-Este esqueleto nos permite tener las bases para robustecer un cuerpo de ley que debe ir mejorando año a año y, como siempre, la sociedad civil debe estar presente- agrega.

La voz de Jessica Cubillos, la de Mariela Serey, la de Carmen Gloria Tapia, Pamela Saavedra, Ernestina Martínez y, por supuesto, la de Lydia Díaz, se unen en un clamor unísono. Un clamor que exige que el cuidado deje de ser una carga invisible y no remunerada para convertirse en una responsabilidad social reconocida y compartida.

 

*Este reportaje fue realizado para Proyecto de Título, con la tutoría de la profesora Carolina Rojas.