Camiroaga paulatinamente se escapó del "deber ser" del rostro de televisión | Foto: Felipe Araos, Flickr
Supuestamente “objetiva”, investida de la seriedad que le confiere ser la parte libre de la frase “libertad de prensa”, arropada en su misión de “informar a la gente”, la industria televisiva no funciona solo en el terreno de los grandes valores, sino que forma parte de una trama emocional que la conecta con los sueños, deseos y caprichos de sus audiencias. Es quizás este último terreno su base. Es “la gente” la que durante dos décadas ha venido pronunciándose con respecto a sus figuras favoritas a través de las mediciones de rating, lo que involucra sofisticados procesos posteriores de asignación de recursos a través de pautas publicitarias, y de credibilidad de estas figuras, a través —además y entre otros— de encuestas, columnas de prensa y portadas.
Los “rostros” son la base de la industria de la televisión, más que la línea editorial y los departamentos de prensa. Ellos catalizan los atributos de personalidad que las empresas no tienen y las audiencias aprueban, desean y premian: belleza física y simpatía; claridad y simpleza verbal a la hora de entregar mensajes; conexión con las vicisitudes de la gente común y corriente; algún grado de exposición de la vida privada, ojalá con complejidades, problemas y defectos similares a los del común de los mortales. No hay una receta para ser rostro, desde luego, pero sin alguno de estos atributos es muy difícil transformarse en uno. Sin rostros, los canales de televisión son envases vacíos, territorios muertos, carreritas de hormigas, incitaciones a usar el control remoto para pasar a otra cosa.
La importancia de los rostros es clave hoy para la industria televisiva. Hace años que la frontera entre contenido de “producción” (para acompañar y entretener) y de “prensa” (para informar y ayudar a los ciudadanos a tomar decisiones) se ha resquebrajado en toda su línea, y ha dado paso a una televisión centrada en la comunicación de emociones y estados de ánimo. La televisión es por naturaleza reacia al pensamiento abstracto y adicta a la imagen concreta y a las emociones, desde que existen las teleseries y Don Francisco preguntaba si disparaba él o el concursante. Lo ha sido mucho más en los últimos años, cuando la imagen emotiva ha gobernado nuestras pantallas casi sin contrapeso. “¿Qué es lo que usted siente?” debe ser la pregunta número uno en los matinales y debe tener una incidencia fuerte en las entrevistas que realizan los departamentos de prensa.
En este escenario emocional, reforzado en apenas un año por cuatro grandes episodios catastróficos: terremoto, mineros, cárcel y el accidente aéreo en Juan Fernández, el rostro es el mejor vehículo comunicacional que los canales tienen: una suerte de espejo que devuelve a la audiencia la imagen de sus propias emociones.
Ser rostro no es fácil. Hay pocos y los canales de televisión remuneran en consecuencia. David Foster Wallace, en su célebre ensayo sobre la televisión, los describía así:
Ojo: la última parte de lo que propone Foster Wallace es fácil: fingir que no están mirando. Es la primera la difícil: saber que sí están mirando… millones. Hay que conectar con esos millones. Esa conexión con las emociones que nutren a la industria televisiva tiene que tener algún grado de realidad. La cámara capta de inmediato las mentiras, y acaso esa sea la explicación del sistema de castas de las celebridades que, en su parte baja, tiene a los participantes de realities –malos para pretender que nadie mira, buenos para demostrar que son mirados–, y en la alta a los conocidos de siempre, impecables para actuar en forma natural.
Es evidente que no estamos hablando aquí de Gandhis, Tolstois o Teresas de Calcuta. Los rostros van con felicidad a las campañas publicitarias, e invitan, quiéranlo o no, a personas a cumplir sueños que aparentemente cuestan nada, hasta que llega la cuenta del crédito “blando”. Las empresas que contratan rostros para sus campañas, por su parte, capitalizan de esta manera el capital social alcanzado por sus contratados en la televisión.
Es evidente, también, que esa conexión con las audiencias, que ese “acompañar” que la industria televisiva proclama con tanta alegría, no resuelve la vida social ni ciudadana. Por más que quiera el ojo de la televisión no puede posarse en muchos lugares al mismo tiempo: debe elegir uno y ese uno debe traer rating. El “rol social” de la industria televisiva, si es que existe, no alcanza a reemplazar al rol del Estado y las instituciones, pero esto no se afirma con demasiada frecuencia ni en la industria… ni en las organizaciones sociales o públicas. Considerando que la mejor de las causas sociales debe competir –y derrotar– a otras causas para llegar a ocupar la pantalla, la visión crítica que existe sobre el rol social de la TV como industria es poco extensa.
El rostro es un engranaje, al fin y al cabo, de un negocio. Su trabajo, como el de cualquier empleado en cualquier empresa comercial, está orientado a maximizar las utilidades del dueño.
“No sabremos qué hizo que Camiroaga tuviera estos acotados gestos de riesgo político, esta toma de posición excéntrica con respecto a su rol de rostro, o al libreto que ese rol tiene. Como sea, desde afuera parece que Camiroaga recogió la sensibilidad social del momento: un singular viaje en el que es la audiencia la que influencia al rostro y en el que el rostro está de acuerdo con que así sea”.
En una columna en El Mostrador, Felipe Saleh da cuenta de cómo Felipe Camiroaga, tras más de veinte años de carrera en televisión, había empezado a comprometerse públicamente con causas, había dado a conocer su posición política –apoyó públicamente al entonces candidato Eduardo Frei– y hasta había interpelado por televisión al ministro del interior con ocasión de la construcción de la central termoeléctrica de Barrancones. Un acontecimiento así, que yo recuerde, no había ocurrido nunca, con ningún gobierno. Y especulo que no le puede haber caído bien al gobierno. El último acto político conocido que tuvo fue apoyar al movimiento estudiantil.
No hay registros de prensa de por qué Camiroaga hizo estas cosas. No lo explicó. Pero es interesante dar cuenta de cómo estos últimos episodios de la carrera de Felipe Camiroaga —interrumpida por la fatalidad, el error humano o la desprolijidad mecánica, no lo sabemos aún— se escapan del “deber ser” rostro, y ciertamente de la “jurisprudencia” obtenida a partir de las actuaciones profesionales y públicas de otros rostros chilenos. Bolocco se casó con Menem y Morandé animaba los cumpleaños de Pinochet, es cierto, pero de alguna manera estas acciones eran marginales a la sensibilidad social del momento y representaban más bien opciones personales que venían en el ADN de los rostros. Araneda es políticamente neutro. Lo mismo se puede afirmar de Elfenbein, Cárcamo y Viñuela. Los rostros femeninos, como Tomicic o De Morás, tampoco están ligados a causas que impliquen tomar opción o correr riesgos.
No sabremos qué hizo que Camiroaga tuviera estos acotados gestos de riesgo político, esta toma de posición excéntrica con respecto a su rol de rostro, o al libreto que ese rol tiene. Como sea, desde afuera parece que Camiroaga recogió la sensibilidad social del momento: un singular viaje en el que es la audiencia la que influencia al rostro y en el que el rostro está de acuerdo con que así sea.
El recuerdo de la carrera de Camiroaga ha quedado, por el momento, cubierto de las velas de la emocionalidad, del recuerdo de su bonhomía y de su simpatía, todos estos atributos verdaderos y valiosos, pero que no alcanzan el fondo de la industria televisiva. Porque me da la impresión que Camiroaga había puesto su atención en un lugar que está más allá del me gusta o del no me gusta, de la simpatía o la antipatía, del caer bien o caer mal, de la ternura de Zafrada y del “¿cómo se siente?”, para iniciar un camino quizás político: lo que es innegable es que abrazó causas y se comprometió. No estoy diciendo, ciertamente, que estaba en lo correcto al tomar estas opciones: quede eso para que otros analicen. Tampoco estoy diciendo que fue, o quiso ser, un subversivo de la televisión. Lo que me interesa recalcar es que el rey de las emociones acaso estaba un poco cansado de ellas, y comenzaba a mirar hacia las razones.
En el marco de TVN, un canal de origen público, pero de comportamiento comercial, estos no son trozos de maní. TVN no ha resuelto su tensión entre ser una empresa adicta al rating —como todos los canales con los que compite— y ser el canal “de todos los chilenos”. Más allá de los estándares éticos —que los tiene, pero también su competencia posee—, ¿en qué se diferencia de canales de índole comercial, que tienen comportamientos similares “en la salud y en la enfermedad”? ¿Qué quiere decir “televisión pública” en 2011, revolución digital y empoderamiento ciudadano mediante? En esos pequeños episodios, algo caóticos, creo que el fallecido animador respondió un poco a esas preguntas: un canal público no puede ignorar la dimensión política de la vida en sociedad, no puede actuar “neutro”, no puede pretender que la vida social está en las tandas comerciales. Estuviera uno de acuerdo o no con las causas que Camiroaga promovió —y digamos que en sus propios programas se vieron poco—, no puede ignorar que esas causas existen.
En un marco de una industria televisiva volcada a las emociones, no solo a raíz de esta catástrofe, sino por definición, es sumamente difícil que los rostros televisivos asuman posturas marginales a la industria. Mal que mal, son empleados del sistema. La muerte de Felipe Camiroaga, su breve, interrumpida y eventual evolución hacia lo público y social, deja la vara alta a cualquiera que quiera seguir, y ojalá completar y definir, el complejo rol de un rostro de la industria televisiva, que es servir a dos patrones: la audiencia y las utilidades.