Por Catari Riquelme, Ignacio Pacheco y José Saravia
Cuando decidimos visitar la ex Clínica Santa Lucía, estábamos en la estación de metro del mismo nombre, al lado del cerro del mismo nombre y caminando por la calle del mismo nombre. José se sentía nervioso; nunca antes había tenido que hacer una tarea relacionada con el golpe militar del ’73. Y ahora, a las faldas de ese cerro que se alza en pleno centro de Santiago, los tres estábamos por entrar a uno de los espacios donde ocurrieron algunas de las situaciones más horrorosas de la dictadura de Pinochet.
La casona inspirada en el estilo gótico fue construida en 1934 y diseñada por el arquitecto Alberto Cruz Montt. Fue un conjunto habitacional hasta 1972, cuando fue adquirido por el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) para convertirse en su sede central y regional. Después vino el golpe y la expropiación: entre 1973 y 1977, fue manejada por las agencias secretas de represión del régimen para brindar apoyo logístico, médico y sanitario a los otros centros de detención, tortura y exterminio.
En el cuarto piso de la residencia habían celdas, una sala de torturas y una oficina personal del entonces capitán del Ejército Manuel “Mamo” Contreras, creador y director del primer aparato represivo de la dictadura: la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA. El lugar, al mismo tiempo, funcionaba como clínica para sus agentes. Así, durante el día parecía ser un centro médico para uniformados y sus familias, con toda clase de especialistas del área de la salud. Pero de noche, el recinto cambiaba de uso y se volvía sede de actos criminales hacia personas detenidas por razones políticas.
Actualmente, la ex Clínica Santa Lucía es utilizada como lugar de encuentro social para la restauración de la memoria. La idea de volver este lugar visible al público comenzó en 2010, cuando un grupo autoconvocado de civiles intentó recuperar el inmueble. Cuatro años después, se constituyó formalmente la Asociación del Sitio de Memoria Ex Clínica Santa Lucía.
Caminamos por sus alrededores, observando la cualidad tan céntrica que poseía la ex clínica: frente al cerro Santa Lucía, a una cuadra del barrio Lastarria, a unas dos de la Alameda y muy cerca de la Biblioteca Nacional.
Tocamos el timbre varias veces, pero nadie respondió. Nos enteramos a través de su cuenta en Instagram que la casona solo está abierta al público con previa inscripción a través de su página web o por correo electrónico. Les escribimos desde el teléfono y al día siguiente nos respondieron.
“¿En qué horario sería?”, nos preguntaron y contestamos que iríamos a las 18 horas. Dos horas y media antes de la visita estábamos sentados en el cerro Santa Lucia, pensando en qué preguntaríamos y qué nos encontraríamos en su interior.
Cruzamos la calle Santa Lucía, llegamos a la puerta y tocamos el timbre por segunda vez. Escuchamos un chirrido que no se apagó hasta que soltamos el botón. Desde adentro oímos cómo crujía la madera bajo los pies de quién sería nuestro guía. Nos dio la bienvenida Cristian Bahamondes, actual director de la Asociación del Sitio de Memoria.
Las luces estaban encendidas. Entre las paredes amplias, la voz de Bahamondes inundaba las habitaciones junto al rechinar del piso que acompañaba nuestros pasos. Nos contó que, al armarse la DINA, se formó simultáneamente una brigada femenina, la cual trabajaba dentro de la ex Clínica. Eran conocidas como “las putitas”, pues una parte de sus labores era satisfacer a los militares. ”Aquella brigada estaba a cargo de Ingrid Olderock, y en este centro le enseñaban formas de tortura”, agregó.
Al empezar el recorrido, explica que el primer y segundo piso se usaba como clínica médica y dental, con varias salas de consulta y oficinas. Además, existía una sala de recepción para recibir a prisioneros en caso de llegar durante las horas operativas de la clínica. En el tercer piso se habilitaron la sala de intervenciones y cirugías quirúrgicas. Allí tenían un aparato de radio de onda corta que transmitía sesiones de tortura hacia otros centros de detención. En el cuarto piso estaban las celdas de los prisioneros –que provenían principalmente de Villa Grimaldi– y también los dormitorios de los agentes de la DINA. Desde allí se accedía al altillo, que funcionaba como sala de tortura.
Al subir al último piso, este nos pareció ser el más desgarrador. Sentimos una densidad distinta en el ambiente. Había imágenes con los rostros de quienes habían pasado por ahí, de los cuales muchos murieron producto de los castigos sufridos. Bahamondes nos señaló el Altillo, algo que a simple vista parecía ser ventana, pero donde sucedían cosas aterradoras: desde allí los detenidos eran arrojados. Esta habitación había sido especialmente utilizada por los militares para atormentar a los presos políticos, e incluso, para asesinarlos. Nos colocamos una mano en el pecho, de manera inconsciente, al escuchar el relato.
De acuerdo al director del sitio de memoria, muchos de los médicos que trabajaban en este sitio actualmente se desempeñan en el sistema privado de salud. Una de las torturas que realizaban era la implantación del “suero de la verdad”, es decir pentotal sódico, un tipo de droga con efecto hipnótico. Este era administrado por los médicos para que los detenidos hablaran y contaran secretos.
Roger Rivera, activo integrante de este centro de memoria, explica que al menos al menos tres de las personas desaparecidas en aquella clínica fueron mujeres embarazadas. Tenían tres, cuatro y ocho meses de embarazo, respectivamente.
La oficina de Bahamondes es una habitación que mira hacia la calle y al cerro Santa Lucía. Respecto a las personas que fallecieron en aquel lugar, nos confesó que no hay información fidedigna sobre cuántos fueron.
Sobre la situación financiera del recinto, el edificio pertenece al Estado, pero la administración la tiene la asociación que él dirige. De hecho, es poco el financiamiento que recibe la casona por parte de entidades estatales. Sin embargo, para Cristian Bahamondes, esta clínica era única en el mundo por su carácter de centro médico y, en simultáneo, de detención y exterminio. Al finalizar el encuentro, Rivera agregó que ellos todavía están intentando completar los registros de personas que alguna vez pasaron por allí, manteniendo sus investigaciones abiertas y, a 50 años del inicio del horror, recopilando toda la información necesaria para llegar a la verdad.