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Reflexiones del terremoto: Marcela Torres

Por ~ Publicado el 26 abril 2010

Al cumplirse dos meses desde el terremoto del 27 de febrero, el sociólogo Aldo Mascareño reflexiona sobre la tragedia y sus moralizaciones. Examinando el espíritu de la reconstrucción, afirma: “Ahora se trata de la moral de la reconstrucción, la que siempre estará en el futuro, y el futuro nunca llega. La reconstrucción es otra utopía, que además ahora se usa para ocultar la incompetencia, de compensar la incompetencia de no haber hecho antes las cosas bien”.

Aldo Mascareño*
{*Director del Departamento de Sociología, Universidad Alberto Hurtado}

I

Hace 260 años, exactamente el 1 de noviembre de 1755, la naturaleza se encargó de devastar la sociedad. Los sucesos acontecieron en Lisboa: un terremoto grado 9, un maremoto y un incendio destruyeron completamente la ciudad. Algunos llegaron a contar hasta 100.000 muertos. Un año después Voltaire publicaba su Poema al desastre de Lisboa, cuyos primeros versos son los siguientes:

¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra deplorable!
¡Oh espantosa reunión de todas las plagas!,
¡Dolor sin sentido que eternamente no se calma!
Los filósofos engañados gritan: “Todo está bien”,
¡Vengan y contemplen estas ruinas!

Recientemente Odo Marquard (2007) ha identificado en este acontecimiento, o más bien en la reflexión que el produjo, una crítica al optimismo filosófico del siglo 17 y el origen moderno de la filosofía de la historia, es decir, de aquella filosofía que se inicia en la Ilustración, que alcanza su epicentro en Kant, Hegel y Marx y que encuentra sus réplicas en la teoría crítica y Habermas. La filosofía de la historia es aquella filosofía que confía en la racionalidad y que, con ella, se ocupa de la crítica moral de la sociedad anunciando un horizonte de plenitud final al que generalmente se le ha dado el nombre de utopía.

El ‘terremoto de Lisboa’, que en aquellos años cuenta como una expresión semántica equivalente a ‘Auschwitz’ en el siglo XX, o al ’11 de septiembre’ en nuestra historia, es decir, una expresión que condensa el mal en el mundo, hizo visible las miserias del orden estratificado; precisamente aquellas ante las cuales Kant exigió emancipación: la capacidad de razón iguala a los individuos, la autoridad no es razón. Las múltiples experiencias del mal en el mundo, de las cuales ‘Lisboa’ era su condensación, llevaron a la naciente filosofía de la historia a la crítica al optimismo filosófico del siglo 17. Esta es la crítica a la tesis del mejor de los mundos posibles, construida por Leibniz como defensa de la obra de Dios en el mundo. Esto es lo que se denomina la teodicea. La defensa consiste en entender a Dios como un creador que permite un mínimo de mal en el mundo de manera que un máximo de bien sea posible.

La filosofía de la historia, específicamente el pensamiento ilustrado del siglo 18, cambia esta tópica: el mal es tan amplio y profundo que no hay espacio para el optimismo del mejor de los mundos posibles de Dios. La historia la hacen los individuos. Sin embargo, al hacerlo así la filosofía de la historia prometió una reconciliación total al final de la historia: el cosmopolitismo en Kant, la libertad de la unión de Espíritu e Historia en Hegel, el comunismo en Marx, el consenso en Habermas. Esta es la utopía del progreso de la modernidad, la idea que vamos hacia arriba y hacia delante hasta el encuentro de la tierra prometida. La reconciliación ahí es con los semejantes; paradójicamente: un mandato divino. Por ello Marquard ha llamado al pensamiento utópico ilustrado un ateismo ad maiorem Dei gloriam.

II

Después del shock, la primera moralización fue brutal: despreciables todos los que saqueaban; apreciable Marcela Torres, la honesta señora que se negaba a saquear abrazando a su hija en las bodegas del Líder de Concepción.

En esta moralización utópica del progreso que predomina en los pensadores de la modernidad, Reihardt Koselleck (1973) ha identificado una de las principales paradojas del pensamiento ilustrado: los problemas sociales son sobre todo moralizados, pero permanecen políticamente ocultos. En palabras de Koselleck: “En la anonimidad política de la razón, la moral y la naturaleza, descansa [la] peculiaridad y efectividad política [de la Ilustración]. Ser apolítica era su politicum […] La realidad política y social no solo se ve como incompleta, limitada o transformable cuando es evaluada con las leyes del mundo moral, sino que también aparece como inmoral, no-natural e irracional” (Koselleck 1973: 123, 127).

Toda la tradición del pensamiento ilustrado declaró la centralidad de la acción humana y de la sociedad civil en la construcción de la historia. Hay una identificación entre legitimidad moral y sociedad civil que impulsaba y justificaba la crítica del presente. Sin embargo, la crítica del presente se hace en nombre de la utopía al final de la historia, transfiere por tanto la solución al futuro, y hace que el presente se vea desprovisto de utilidad y más bien sea interpretado como un paso para aquello que se promete. Con ello, las nuevas elites no tuvieron mucha dificultad en ocupar a la sociedad civil para decapitar a Luis XVI, perseguir al Zar y familia hasta Jekaterimburgo, y motivar a indígenas y criollos para eliminar a los realistas.

Que las desigualdades sociales no acabaron con esos actos no es algo que haya que argumentar demasiado: la discriminación con africanos y musulmanes sigue a la orden del día en Francia, la forma primaria de inclusión hoy en Rusia es la corrupción, y en Chile la inacción frente al problema indígena parece tener para otros 500 años, o no para los próximos cuatro, por lo menos. Mientras, la moral ilustrada sigue prometiendo la luz al final de la historia, ahora bajo la semántica de la reconstrucción.

III

Marcela Torres es la encarnación en el presente de la finalidad utópica de la filosofía de la historia, es la bondad y reconciliación final hecha mujer.

Hace casi exactamente dos meses, la naturaleza se encargó nuevamente de devastar la sociedad. Los sucesos acontecieron ahora en Chile: un terremoto casi grado 9 y un maremoto destruyeron varias ciudades. Los incendios los hicieron después los hombres. Algunos llegaron a contar hasta 1000 muertos, pero eso no se sabrá. Por ahora, nadie ha escrito poemas al respecto; probablemente porque no había mucho optimismo que criticar. Sin embargo, la moralización no se quedó atrás y comenzó su implacable distinción entre aquellos ciudadanos dignos de aprecio y los otros innombrables dignos de desprecio (ver Luhmann 2008). Después del shock, la primera moralización fue brutal: despreciables todos los que saqueaban; apreciable Marcela Torres, la honesta señora que se negaba a saquear abrazando a su hija en las bodegas del Líder de Concepción. Apreciable Amaro por estar in situ arriesgando su vida; después: despreciable Amaro por truculento y hablar en español. La segunda moralización tuvo signo político: despreciable que los militares salgan a la calle después de 20 años e impongan el toque de queda; después: apreciables los militares que imponen el orden y son aplaudidos al entrar a Concepción; también despreciables los vecinos que se arman para defender la propiedad, y apreciable, por cierto, uno mismo que desprecia a los que hacen esto desde el sillón de la casa. La tercera moralización es más mediática: despreciable que artistas y empresas se aprovechen de la catástrofe en una teletón; apreciables los universitarios que arman las mediaguas, aunque después despreciables por armar mediaguas y no construir castillos. Y la cuarta moralización es la que enmarca todo el problema: despreciables los que buscan responsables de la catástrofe y apreciables los que salen a mirar en helicóptero la magnitud de ella.

Porque la moral tiene esa finalidad utópica, tiene también la maldita propiedad de decir quiénes son los buenos y quienes los malos automáticamente, en cada momento, sin mayor reflexión de la situación. Marcela Torres es la encarnación en el presente de la finalidad utópica de la filosofía de la historia, es la bondad y reconciliación final hecha mujer; pero también es el símbolo del ocultamiento de los problemas políticos que transformaron un evento natural en catástrofe social. Cuando desde los primeros días después del terremoto el gobierno anunciaba que no era el momento de buscar responsables, básicamente ocultaba su propia incompetencia política: la incompetencia, por ejemplo, de las redes de comunicación, la incompetencia para crear procedimientos formales en situaciones de catástrofe en un país donde suceden continuamente, la incompetencia de tener solo una vía terrestre que conecte todo Chile, la incompetencia de firmar contratos de licitación vial que impiden activar otras vías hasta que los concesionarios recuperen la inversión, la incompetencia de la regulación a las compañías telefónicas para que activen sistemas de contingencia en estas situaciones, o de las constructoras para que se hagan cargo de sus negligencias.

Por ahora, nadie se ocupará de esto, porque ahora se trata de la moral de la reconstrucción, la que siempre estará en el futuro, y el futuro nunca llega. La reconstrucción es otra utopía, que además ahora se usa para ocultar la incompetencia de compensar la incompetencia de no haber hecho antes las cosas bien. La moralización anestesia el presente con la promesa de un futuro pleno; mientras, en las noches de la octava región la temperatura comienza a acercarse a los cero grados.

Cada uno podrá decidir si prefiere seguir moralizando el problema, volver a la teodicea del mejor de los mundos posibles, o compensar la incompetencia previa con mejores compensaciones. Seguir moralizando es, en todo caso, siempre lo más fácil. En esa línea, Marcela Torres probablemente sea postulada a santa, a no ser que Amaro la investigue y encuentre que una vez se quedó con el vuelto del pan. Ese sería por lo menos el fin de otra utopía.

Referencias
Koselleck, Reinhart (1973): Kritik und Krise. Frankfurt: Suhrkamp.
Luhmann, Niklas (2008): Die Moral der Gesellschaft. Frankfurt: Suhrkamp.
Marquard, Odo (2007): Skepsis in der Moderne. Stuttgart: Reclam.
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