Opinión

México, la tragedia que no termina

Por ~ Publicado el 22 mayo 2017

El asesinato del periodista mexicano Javier Valdez nos remeció. Y debe seguir remeciéndonos. Luis Guillermo Hernández describe la situación como una mezcla de silencio y pesadilla en la que parece imposible gritar o despertarse. Pero esto no es un mal sueño: es lo que viven día a día los periodistas del país de los sueños masacrados.

Foto: ProtoplasmaKid

Javier Valdez fue asesinado el 15 de mayo de 2017. Foto: ProtoplasmaKid.

La verdadera tragedia es que esto no termina nunca. Como las pesadillas.

Pienso en ello mientras veo las fotos que me envían desde Sinaloa, con la multiplicación del rostro de Javier Valdéz, el colega periodista asesinado, que amanecieron esparcidas por toda su ciudad en un grafiti estridente, doloroso, colmado de furia: “¡Justicia!”

Pienso en ello todo el día, mientras recuerdo aquella vez que coincidimos, en Guadalajara, y platicamos largo y tendido, cerveza y complicidades en mano, sobre ese particular periodismo que se rebela —frontal— contra el silencio impuesto en mi país con ráfagas de rabia y balas.

—La censura es una forma de mutilación del alma del periodista— me dijo.

—Y de todos, en general, Javier, la censura nos chinga el alma… a todos.

—Pero a nosotros… antes te amenazaban, ahora al periodista le meten un cañón de AK-47 cualquier narco, matón y policías y militares a su servicio para mutilar, prohibir: no protestes, no digas noescribasnorespires— dijo. Y luego un largo silencio. Porque los silencios también gritan.

No había, lo recuerdo perfectamente, ninguna impostura en sus palabras. Que me desmientan, si no, César Vallejo, Bukowski, Rubem Fonseca, Chandler, Elroy y Marshall Berman que llegaron puntuales a la cita. Carajo: es verdad que todo lo sólido se desvanece en el aire.

Javier estaba lejos de la estridencia mercantilista de muchos otros que hablan de la guerra desde la fantasía, sin que las balas les quemen el pellejo. Él estaba dentro. Totalmente dentro del campo de los chingazos, como llaman en su región a esta carnicería que de tan persistente y eterna ya es infierno.

Y aunque estaba en la trinchera, aunque sintiera “como si siempre hubiera un francotirador apuntándote, esperando, al acecho, para la celada, para jalar el gatillo”, no se rajó, no claudicó y su prosa, su filosofía personal, siempre defendieron a la vida.

Aunque estaba rodeado de muerte, cercado de muerte, atiborrado de muerte, defendía la vida, porque eso hace un periodista cuando denuncia impunidad, complicidad, contubernio, complacencia, que son mecanismos todos de una misma máquina sangrienta en el país de los sueños masacrados.

Pienso en todo eso, mientras veo las fotos del funeral de Javier. Mientras leo el mensaje de su hijo. No dejen solo a mi papá. Mientras me estremezco, otra vez, con las protestas de un puñado —aún reducido, pero cada vez más numeroso— de periodistas de todo mi país que replican mi grito: ¡No, señor Presiente: usted quédese con su minuto de silencio que no nos sirve para nada. Nosotros vamos a gritar: ¡Justicia”.

Pienso en todo eso, mientras reviso las cifras: casi treinta y seis mil periodistas amenazados, insultados o acosados, de algún modo. Principalmente por la “autoridad”. Y eficacia judicial del uno por ciento, para resolver más de ciento veinte crímenes. Uno por ciento. Nada. Absolutamente nada.

Los crímenes contra periodistas en México han creado zonas de hondo silencio en mi país: Tamaulipas, Sinaloa, Guerrero, Michoacán, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Durango, Veracruz. Son entidades con amplias regiones donde los periodistas sólo pueden difundir información aprobada por los cárteles de la droga, los jefes de la delincuencia organizada, los jefes de la Plaza o los políticos en turno, que son muchas veces una y la misma cosa.

Y si se rebelan, si hacen periodismo, los matan, los secuestran, los desaparecen, los ejecutan con impunidad total y permanente. Como a Javier, como a Regina Martínez, a Miroslava Breach, a Gregorio Jiménez, a Rubén Espinosa, a Anabel Flores, a Moisés Sánchez… a los más de cien periodistas caídos en lo que va de este siglo.

Pienso en eso. Leo el mensaje de mi colega Juan Veledíaz —estoy mal, triste, a ratos lloro, a ratos la rabia me tiene a punto de explotar. Pero aquí voy, ando por todos lados reporteando— uno de los más cercanos amigos de Javier, y pienso en eso.

Claro que lo pienso. Si hasta he llegado a creer que el optimismo es una claudicación en estos casos, con este panorama:

Ni siquiera setenta y dos horas habían pasado desde que México se estremeciera con el asesinato de Javier, y de que el Presidente del país prometiera acciones, los gobernadores de los estados prometieran acciones, los alcaldes de las ciudades prometieran acciones, los diputados y senadores del Congreso prometieran acciones, y ya la verdadera dimensión de nuestra realidad les devolvía sus palabras a la cara. Otro compañero desaparecido.

Desaparecido, el eufemismo para no decir secuestrado por un comando sin rostros, pero armado hasta los dientes. Desaparecido, esfumado, evaporado como el humo de las promesas. Como otros 23 colegas periodistas que desde 2003 no sabemos dónde están. Si aún están.

La verdadera tragedia es que esto no termina nunca. Como las pesadillas.

Pienso en ello como quien mira hacia la ventana, como esperando a que el viento le susurre lo contrario.


Video relacionado: Mónica González rinde un homenaje al periodista Javier Valdez.

 

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