Trump fue demonizado —con razón— en buena parte de la televisión en la recta final de la campaña, pero antes había tenido un año completo con al menos dos horas diarias de pantalla.

Ilustración de Donkey Hotey.
Hace poco, en una nota leí esta frase: “en 2016 los medios confirmaron que sólo influyen en sí mismos”. El miércoles antes de las elecciones El País de España, en su edición para móviles, publicó una serie de columnas sobre el triunfo de Trump, casi todas desde la perspectiva del intelectual herido por el avance de la barbarie. Cuesta, en cambio, encontrar alguien que salga de esa postura de indignación desde un púlpito para aterrizar las cifras de la abstención, lo que mueve el voto rural o el poder movilizador de las promesas económicas en el Rust Belt.
Cuesta aceptar además cómo se naturaliza la hipocresía en los medios masivos. Trump fue demonizado —con razón— en buena parte de la televisión en la recta final de la campaña, pero antes había tenido un año completo con al menos dos horas diarias de pantalla. Un tiempo equivalente a miles de millones de dólares en publicidad. Eso no tiene justificación válida para tratarse de apenas un candidato entre la veintena que empezó la carrera presidencial. La justificación fue el rating —y por lo tanto, dinero— desde MSNBC hasta Fox News.
Por supuesto hay diarios, como el New York Times y el Washington Post, que han hecho un trabajo valioso, investigando y saliendo de la comodidad de Facebook para rescatar e intentar entender las voces en la calle, que es el lugar en donde pertenecen. Pero esos medios, aunque queramos creer otra cosa, pertenecen y hablan a un círculo reducido. En cambio, la decisión del grueso de los medios —tal como en Chile—, es sobrevivir a cualquier precio en un escenario volátil. Esos medios —grandes y pequeños— ya han dejado de ser medios: son productos de entretenimiento en un mercado agresivo. Renunciaron hace mucho a la labor de hablarle a los ciudadanos acerca de los problemas de su comunidad.
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