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Entrevista a ocho voces con Leila Guerriero: “Parece haber en mí una voluntad de contar historias periféricas”

Por ~ Publicado el 11 diciembre 2017

Esta entrevista a la periodista argentina Leila Guerriero fue publicada el 2014 en la edición costarricense de “Buensalvaje”, una revista literaria que también tiene sus versiones en España, Colombia y Perú. Su autor, Roberto Herrscher, construyó un cuestionario coral gracias a las preguntas de otros cronistas iberoamericanos como Martín Caparrós y Gabriela Wiener. Roberto gentilmente nos autorizó a republicar el texto. » Revisa el archivo pdf de la publicación original en “Buensalvaje”.

Leila Guerriero. Foto de Esther Vargas (cc).

Leila Guerriero. Foto de Esther Vargas (cc).

Conocí a Leila antes de que fuera la Leila Guerriero alabada por Mario Vargas Llosa y seguida por una legión de jóvenes aprendices de cronistas desde el Río Grande hasta Tierra del Fuego. Después aprendí y me beneficié de su talento como editora, cuando hincó los dientes en mis textos en Gatopardo y en Travesías. Solo después disfruté de sus primeros éxitos. Pero cuando la conocí no le había leído nada: era una chica flaca, enigmática, sonriente, con el pelo como una explosión esponjosa. Y con una inteligencia penetrante.

Por eso no me sorprende el lugar que ahora ocupa entre los contadores de lo real. Cada uno de sus libros es un acontecimiento. El último, por ejemplo: en Una historia sencilla (Alfaguara), un oscuro baile folklórico argentino, el malambo, se convierte en metáfora de muchas cosas: une la tradición y la modernidad, un mundo que se acaba y otro que nace, la línea tenue entre el triunfo y el fracaso. En sus manos, el perfil de un bailarín de malambo es un auténtico drama griego.

Ya lo había conseguido su primer libro, la escalofriante fábula real Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2006) sobre un pueblo patagónico donde se empiezan a suicidar los adolescentes. Y lo continúa con sus precisas y poéticas historias de ganadores amargos y perdedores luminosos que componen su antología Frutos extraños (Alfaguara, 2012) y su colección de perfiles de escritores, el importante Plano americano (Universidad Diego Portales, 2013).

En América Latina, Guerriero es ya parte fundamental del avance de esta forma de contar novelísticamente hechos reales que, como decía Tom Wolfe del Nuevo periodismo en la Norteamérica de los 60 y 70, está produciendo la mejor literatura de la actualidad.

Desde hace poco más de una década, Guerriero se despliega en varios frentes: como editora de algunas de las mejores revistas del género, como profesora y conferenciante, y sobre todo como autora de excelentes crónicas que publica en una decena de medios: Gatopardo, Paula, Soho, Etiqueta negra, El País…

¿Qué preguntarle a Leila? El dilema me agarró en medio de unas jornadas literarias en una universidad de Barcelona, y se me ocurrió pedirles a algunos de los grandes cronistas y estudiosos del periodismo narrativo que me ayudaran: una pregunta cada uno. Continué con el ejercicio por mail, con más colegas y amigos de Leila, que también son gran parte del “canon” de la crónica. Al final creo que salió un cuestionario amplio y divertido, donde Leila le responde a sus compañeros de generación, que preguntan a partir de sus propias inquietudes y sueños.

Los preguntones somos: los colombianos Alberto Salcedo Ramos (El oro y la oscuridad, La eterna parranda) y Patricia Nieto (Los escogidos), los españoles María Angulo (Crónica y mirada, Periodismo literarario) y Jordi Carrión (Librerías, Teleshakespeare, Australia), la peruana Gabriela Wiener (Sexografías, Nueve lunas) y los argentinos Martín Caparrós (Larga distancia, Amor y anarquía, El interior), Rodrigo Fresán (Historia argentina, Jardines de Kensington, La parte inventada),  y yo mismo (Los viajes del Penélope, Periodismo narrativo).

  1. El burro delante, empiezo yo: ¿Hay algo que te haya sorprendido de tu ascenso a la cumbre de los mejores y más admirados cronistas de Latinoamérica en estos últimos años? ¿Estaba todo planeado, calculado? ¿Algo fue azar? ¿Algo te salió totalmente distinto?

Detesto la falsa modestia, pero aún a riesgo de parecer un despreciable ser falsamente modesto debo decirte que todavía me sigue pareciendo milagroso que la gente lea lo que yo escribo, y que a lo mejor es gracias a ese milagro —y a la renovación de ese milagro— que mantengo el entusiasmo. No sé si viene a cuento, pero hace muchos, muchos años, en Panamá, me pasó algo que yo creo que es y será insuperable. Iba caminando por la calle con la persona que me había invitado, Dilmar Rosas, y de pronto escuchamos “Tú eres Leila Guerriero”. Una voz de mujer, una voz muy educada. Me di vuelta y vi a una señora entrecana, elegante, sentada en el piso frente a una de esas mantas que tienden los artesanos, llena de artesanías. Le dije “Sí, señora, ¿y usted cómo sabe?”. Y me dijo “Es que yo te leo en Gatopardo y te reconocí por la foto de la página de los colaboradores”. Yo era una persona que había publicado un libro que se conseguía sólo en la Argentina, que trabajaba en mi país desde hacía años pero que había empezado a escribir hacía muy poco en medios de afuera. Creo que, de hecho, estaba en Panamá dando uno de mis primeros talleres de periodismo. La mujer me mencionó varias notas, me dijo las cosas que le gustaban de esos textos. Yo creo que en ese momento supe que no me iba a pasar, nunca más, nada más impresionante que eso. No sé por qué te cuento esto. Supongo que  porque en ese momento sí me sentí en un extraño sitio extraño. Pero todo eso que decís acerca de los mejores y más admirados cronistas, etcétera…yo más bien tiendo a dudar de que sea así. A lo mejor el momento en el que uno cree, de verdad, ser uno de “los mejores y más admirados” es cuando, precisamente, toma la bifurcación equivocada, empieza a pensar más en su propio ombligo que en el motivo por el cual había empezado todo esto, que era tratar de contar historias y contarlas bien, y la próxima estación, entonces, se llama Desastre Total Choque Masivo Contra El Ego Sin Sobrevivientes.

En cuanto al cálculo y la planificación, por supuesto que no había nada calculado. Por supuesto que nada salió totalmente distinto a lo que había pensado, porque no había pensado nada. Quería cosas, anhelaba cosas (básicamente, viajar y vivir de lo que escribía). No era una hoja al viento que se lanza al río y dice “hagan de mí lo que quieran”, pero siempre tuve la idea de que el trabajo se defiende solo y que, antes o después, si un editor tiene que verte, te va a ver. De hecho, me hice periodista de una forma impensada, llevando un relato al diario Página/12, dejándolo en la recepción, topándome con ese relato publicado días después y, a partir de ahí, se dispararon una cantidad de cosas. ¿Qué planificación podría haber tenido, si el primer movimiento dependió tanto del azar? Sí creo que, cuando una oportunidad llega, cuando una puerta se entreabre, uno tiene que esforzarse en demostrar que está a la altura de las circunstancias. Eso sí he tratado de hacer: honrar el espacio que me dieron, tratar de estar a la altura de la confianza y la expectativa de quienes me dieron esas oportunidades.

  1. Martín Caparrós te pregunta por qué escribís de los temas y los personajes de los que escribís.

Eso es tan difícil como saber por qué me gustan más los rubios que los morochos. He pensado en estos últimos tiempos que parece haber en mí una voluntad de revisar lugares comunes y de trabajar contra ellos; una voluntad de contar historias periféricas; una voluntad de rescatar actores secundarios de tramas más enormes. Creo que si me pongo a repasar un poco, los temas que he tocado en todos estos años podrían encuadrarse más o menos cómodamente en esas categorías, que por suerte son bien amplias y me permiten, entonces, escribir un perfil de un escritor exquisito pero desconocido (la periferia) y un perfil de un poeta conocidísimo pero con una mirada distinta a la mirada consagratoria de toda la vida (revisar el lugar común). Por ejemplo y entre otras cosas. Por otra parte, yo escribo para que alguien lea, y entonces, a la hora de escribir un artículo —los libros son otra cosa—, también tengo en cuenta la pregunta de “¿Y por qué cuernos a la revista Pirula va a interesarle publicar un artículo sobre esto?”. Eso que llaman “excusa o justificación periodística”, a mí me sigue pareciendo, en ocasiones, importante.

  1. María Angulo quiere saber cómo tomás temas locales, hasta folklóricos, y les encontrás un ángulo universal, abarcativo, de manera de poder llegar e impactar a un público totalmente distinto al de tu entorno. 

Será por aquella frase tan sabia de que si pintás tu aldea pintarás tu mundo. He pensado mucho en esa frase desde que, por ejemplo, Anagrama publicó Una historia sencilla, el último libro que escribí, en España. El libro cuenta la historia de un hombre que quiso ganar una competencia de baile folklórico, de un baile que es conocido casi sólo en la Argentina, y que se llama malambo.

¿Por qué a una editorial como Anagrama pudo interesarse un libro sobre algo tan tétricamente local? Yo creo que lo que sucede es que este no es un libro sobre el malambo, tema que le hubiera interesado a cuatro personas y a mí. La competencia a la que se presenta el protagonista del libro pone, como condición tácita, que, una vez consagrados campeones, los bailarines que participan ya no pueden volver a presentarse en otra competencia de malambo nunca más en su vida.

Entones, por un lado, este es un libro sobre el esfuerzo de un hombre que quiere alcanzar algo —ser campeón— y, por otro, un libro sobre un tipo que avanza hacia su propia inmolación con alegría, alguien que sabe que, para ganarlo todo, tiene que estar dispuesto a perderlo todo. Y a mí me parece que esa ideíta —un tipo que todos los días se levanta e insiste tozudamente en alcanzar  el sueño que lo mantiene vivo aún cuando sabe que, una vez alcanzado, ese sueño va a llevárselo todo con él— es bastante universal desde los griegos. Creo que todo texto que logra trascender lo local trabaja, de fondo, con una idea universal bien gruesa.

  1. Jordi Carrión me pide que te pregunte si cuando escribís cambiás mucho según el medio y el público. Sobre todo, le sorprende lo que hacés para Babelia, y tu valentía de estilo propio y resistencia a “babelizar”. 

Yo creo que no. En todo caso, no de una manera en la que yo me dé cuenta. Pero si es que uno tiene algo que pueda llamarse “estilo”, me parece que eso  incluye la idea, para mí obvia, de que cada artículo debe tener, dentro de ese estilo, su tono. Quiero decir que no todos los textos tienen que tener el mismo laconismo o la misma enjundia o la misma fragmentación. No se escribe igual sobre un equipo de antropólogos forenses que sobre el estado del idioma español en Iberoamérica. Más allá de eso, no siento que tener un estilo propio sea una valentía, sino lo mínimo que uno puede hacer si va a dedicarse a escribir. Y no me he “resistido” a babelizar, porque no entiendo bien en qué consiste eso. En todo caso, nadie nunca intentó babelizarme (o gatopardizarme o mercurizarme o malpensantizarme). Me invitaron a escribir en ese lugar, y en otros, porque supongo que a alguien le gustó lo que yo escribía, y me dejaron hacer. Lo contrario —invitarme a escribir y decirme “ahora tenés que escribir como yo te digo”— hubiera sido como, con perdón y modestia, enamorarse del Che Guevara, casarse con él y, al otro día, regalarle una afeitadora.

  1. A Rodrigo Fresán le inquieta por qué no te metiste, no te metés y según él juraste no meterte en el futuro (tenés que confirmar si esto es cierto) en el terreno de la ficción. ¿Por qué? Y pregunta si tal vez es porque venís de Junín, tierra de origen de la mayor ficción de la Argentina, Evita.

Ups. Es que yo jamás juré no meterme, a futuro, en el terreno de la ficción. O eso creo. De hecho, cada vez que hablo del tema me preocupo por aclarar que lo mío no es un vade retro satanás. Soy una devota lectora de ficción. Si algo sé, todo lo aprendí de la ficción. Pero eso no significa que necesariamente sienta deseos de escribirla. También voy mucho al cine, y  no se me ocurriría dirigir una película. Sólo digo, cuando me preguntan —y sólo porque siempre me preguntan, y no sé por qué me preguntan tanto, porque a ningún autor de ficción le andan preguntando por qué no escribe periodismo—, que yo, por ahora, parece, no tengo la vocación de la ficción. Para hacerlo corto, yo empecé escribiendo ficción, pero una vez que empecé a escribir periodismo ya no quise escribir otra cosa. La idea de inventar una historia, o de agregar invención a las historias reales, no me resulta atractiva.

Una vez, hace años, un escritor me dijo que, con la historia de un libro que escribí y que se llama Los suicidas del fin del mundo —doce personas jóvenes que se suicidan en un año y medio en un pueblo de la Patagonia—, podía escribir una estupenda novela. Pero a mí esa idea, en vez de entusiasmarme, me parecía un desperdicio: ¿qué podía agregarle yo a una realidad tan tremenda: un pueblito petrolero de la Patagonia, doce personas jóvenes ahorcadas o con un tiro en la cabeza, todos con unas historias familiares tétricas viviendo en un sitio ahogado en petróleo y putas que rechinaba en medio del viento patagónico? Un buen novelista te escribe, con eso, algo impresionante. Yo no puedo. A mí me gusta tanto, pero tanto tanto, que eso haya sucedido, que no veo qué puedo agregar para mejorarlo.

Pero por otra parte me parece un poco peligroso pensar que porque uno tiene una remota habilidad para escribir no ficción, podría tener esa misma habilidad, intacta, impecable, para escribir ficción. Yo creo que son vocaciones diferentes. Que la cabeza de un escritor de ficción funciona diferente a la de un escritor de no ficción. A veces, ambas cabezas conviven con éxito. Capote, Walsh, por ejemplo. Pero no siempre eso sucede. Por otra parte, para mí es muy claro que el estilo que yo uso en el periodismo no puede trasvasarse, así nomás, a la ficción. A lo mejor eso no es tan claro para los demás, pero para mí si lo es, como el agua. Además, no creo, nunca creí, que el periodismo sea una  escritura de bajo voltaje, algo así como literatura outlet. Nunca lo tomé como un sitio donde hacer mis primeras armas, o armarme un nombre, para después saltar al ruedo con una novela. Resumen: no escribo ficción porque, se ve, no tengo ganas o vocación, que es como lo mismo. De modo que no sé si he explicado algo o enredado más las cosas, pero así es como es.

  1. Lo que quiere saber Alberto Salcedo Ramos es: “Te he oído decir varias veces que cuando empiezas a depurar un texto ya terminado lo primero que haces es eliminar las frases que más te gustan. Entiendo ese ejercicio como un acto de respeto profundo por el lector. Me gustaría que, para dar una lección a los jóvenes que quieren ser como tú algún día, ilustraras esta afirmación con un ejemplo”.

Yo creo que no hay fórmulas. Si atacara un texto bajo esa consigna, y partiendo de la base de que cuando lo termino generalmente me parece que está más o menos decente (que otro periodista podría hacerlo mejor, pero que a mí no me sala nada mejor que eso), no quedaría nada en pie. Sí creo que conviene dudar de las cosas que nos gustan mucho, porque eso que tanto nos enamora hoy, dentro de diez años probablemente nos dé un poco de vergüencita. Mi actitud ante un texto, cuando lo repaso una y otra vez antes de entregarlo, es la de alguien que se pregunta: ¿estoy diciendo lo que quiero decir de la mejor manera posible, o esto está lleno de recursos retóricos y narrativos y nada más? ¿Dice lo que tiene que decir o es un festival de la metáfora ingeniosa? Cuando uno se hace esas preguntas, lo que es simple adorno cae —o suele caer— por su propio peso. Hemingway decía, de manera extrema, que había que matar a los queridos. Yo adhiero, con algo de moderación, a esa idea. Me sería imposible dar un ejemplo concreto, porque lo que no llega a publicarse permanece en el archivo, de la computadora y de la memoria, como si nunca se hubiera escrito.

  1. ¿Tienes algún tema personal, que tenga que ver con tu familia o allegados (como Fuguet con su tío enMissing) que te gustaría trabajar como un perfil o una crónica o en la línea de la no ficción?”, es lo que despierta la curiosidad de Gabriela Wiener.   

Tengo una curiosidad infinita por la historia de mi familia, que a mí me parece interesantísima. Pero casi todo el mundo cree que tiene una historia familiar interesantísima, y conviene tener cuidado: eso no siempre resulta apasionante para los demás. Es como contar los sueños: te levantás y le decís a tu pareja “Tuve un sueño increíble, así y asá”, y cuando vas por el “asá” te das cuenta de que el pobre se está aburriendo letalmente con algo que a vos te pareció divertido y lisérgico. Por otra parte, aún a riesgo de parecer contradictoria, disfruto mucho de la no ficción autorreferencial cuando la leo, así que no sé. De todas maneras, siempre me ha parecido que si cuento una historia sobre la que estoy trabajando, ya no tiene sentido escribirla. Es como si la historia ya hubiera salido de mí, y no tuviera sentido trabajar en ella. Así que, incluso si alguna vez planeara escribir algo en relación a eso… no sé si lo contaría demasiado abiertamente.

  1. Y Patricia Nieto pregunta: “¿Qué has aprendido para ti misma de los personajes que has conocido en tantos años de conversar y observar?”

Es difícil dar una respuesta a esto. En general, trato de tener una distancia grande, no entre el trabajo y la vida, porque eso no existe cuando uno hace algo con entrega, pero sí entre la vida de la gente y mi vida. No digo que esa deba ser la manera de trabajar. Digo que es la mía. Yo intento ser un buen vehículo para la historia, por lo tanto no estoy sacando moralejas o enseñanzas personales todo el rato. Pero sí veo que, por ejemplo, cuando hago entrevistas con gente que se dedica al arte bajo cualquiera de sus formas, presto mucha atención a cómo lidian ellos con cuestiones relacionadas con la creatividad: cómo manejan las etapas posteriores a la publicación de un libro o al cierre de una muestra importante, o cómo reflexionan acerca de lo que hacen.

Recuerdo, eso sí, un momento de iluminación evidente, y fue cuando estaba hablando con Maco Somigliana, uno de los miembros fundadores de el Equipo Argentino de Antropología Forense, un equipo que, en la Argentina —y ahora también en el mundo— recupera e identifica restos de personas víctimas de la violencia de estado. La conversación es esta:

—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?

—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles para muchos de nosotros.

— ¿Y afectó tu vida privada?

—Sí.

—¿De qué forma?

—Ninguna que se pueda publicar.

—Entonces tiene partes malas.

—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno.

La última línea de esa conversación —“Lo cual te lleva a otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno”—,  me reafirmó en una visión del mundo —un mundo que nunca es en blancos y negros, aun cuando eso resulte difícil de tragar—, y en la manera en que encaro el trabajo.


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