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Adelanto: “Manuel Contreras. Por un camino de sombras”, perfil del libro “Los malos”

Por ~ Publicado el 12 junio 2015

En la DINA —la policía política de Pinochet— no se movía una hoja sin que su jefe, Manuel Contreras, lo supiera. Ahí el Mamo estableció un “mecanismo de relojería” no sólo para seguir los pasos de los opositores a la dictadura, sino que también para prevenir posibles amenazas internas al poder absoluto de Pinochet. Este perfil es parte del libro Los malos (Ediciones UDP), editado por la argentina Leila Guerriero. Agradecemos la autorización de la editorial para publicar un extracto de ese artículo: un pasaje sobre la cercana relación de Contreras con una de sus secretarias, la Chany. » Lee “Anatomía de un malo”.

Manuel Contreras y Adriana Rivas, la "Chany". Foto: Memoria Viva

Manuel Contreras y Adriana Rivas, la Chany. Foto: Memoria Viva

La foto es en colores y muestra al Mamo tomado del brazo por la Chany, una de sus secretarias de confianza, devenida en agente. Es una foto de mediados de los 70. Ambos miran a la cámara y sonríen dichosos, como dos buenos amigos. Ella, flaca y morena, lleva una falda escocesa en blanco y negro y una blusa de color crema con escote. Él viste un ambo celeste, del mismo color que la sombra de ojos de ella, y ambas cosas, el traje y la sombra de ojos, hacen juego con esa coqueta corbata de rombos azules y grises que luce el jefe de la DINA. Un jefe bonachón, sonriente y bien alimentado, que exhibe la complacencia de quien ha llegado a fin de mes con las tareas hechas.

—La DINA no era lo que dicen que era —se queja Adriana Rivas González, la Chany, que está conectada a Skype desde su casa en Sydney.

En su memoria, la DINA era algo como lo que aparece en esa foto: una oficina pública como cualquier otra, con horarios, papeleos y ambiente de camaradería. La Chany se queja, todavía más en este día de marzo de 2014 cuando la televisión australiana acaba de exhibir un reportaje sobre su caso: una secretaria que tiene pedido de extradición de la justicia chilena por formar parte de la brigada que exterminó a una dirigencia completa del Partido Comunista de su país: la Brigada Lautaro, una de las más crueles de la DINA.

—¿Que cómo estoy? Cómo voy a estar, imagínate: en ese reportaje mostraron mi foto, mi casa, todo, todo de mí, que no tengo nada que ver con todo eso de que se me acusa.

Para la Chany todo comenzó a fines de 1973, cuando el Mamo, por orden de Pinochet, se trasladó a la Academia de Guerra, en Santiago, y empezó a diseñar lo que iba a ser la DINA, una policía política que, como cualquier policía, requería personal técnico y administrativo. De ahí que en esas fechas, un grupo de oficiales del ejército llegara al Instituto Manpower de Santiago para reclutar a cuatro o cinco estudiantes de secretariado. La Chany dice que eligieron a las mejores, seleccionadas mediante una entrevista personal y una prueba que rindieron en la Academia de Guerra. Días después, un ex agente me dirá en reserva que es cierto que se eligió a las mejores secretarias, pero también a las más jóvenes y agraciadas de toda una generación.

En ese pequeño grupo estaba Nélida Gutiérrez, la secretaria que el Mamo se reservó para sí una vez que la DINA fue fundada oficialmente en 1974. Nélida se distinguía de las otras. Era ocho o 10 años mayor, más dama que las otras, más señora, explica la Chany:—Tú sabes de lo que hablo: la Nélida era elegante y con clase, y con la clase se nace o no se nace, esa es la verdad… ¿Bonita, dices? Yo diría que sí: una mujer amable a la vista.

A diferencia de la Chany y las otras secretarias, Nélida Gutiérrez no hizo el curso de Inteligencia en Tejas Verdes, curso que estaba a cargo de Ingrid Olderock, la oficial de Carabineros especialista en entrenar perros para violar prisioneros. Nélida, ya se sabe, era de otra clase, y por esas fechas estaba casada y tenía dos hijas. Tampoco pasó por la Escuela Nacional de Inteligencia de Maipú, como sí lo hizo la Chany. El trato especial que el Mamo le dio a su secretaria personal se notó en esa oficina privada del segundo piso del cuartel general de la DINA, en la calle Belgrado, en el centro de la capital, que le reservó al lado de la suya. Todas las demás compartían oficina.

El mecanismo de relojería montado por el Mamo empezaba en su propia oficina, mediante un estricto control interno de su personal. Para saber lo que hacían y conversaban sus agentes de mayor confianza, procuró que unos vigilaran a otros.

La del Mamo, por cierto, era más amplia que cualquier otra. Al fondo, un escritorio con varios teléfonos —negro, verde, rojo— y un puño forjado en hierro que era el emblema de la DINA. Una licorera con licores importados, una caja fuerte, un gabinete para guardar papeles, dos sillones en torno a una mesa de centro y un gran mueble que contenía un televisor con conexión directa al edificio Diego Portales, que Pinochet usó como sede de gobierno en los primeros años de dictadura. Como en las películas de espías de esos años, el Mamo y Pinochet hablaban y se veían las caras en directo.

Lo que no estaba a la vista era un privado, dentro de su misma oficina, donde había un baño y un catre de campaña. Allí guardaba dos maletas con ropa limpia, para partir de viaje en el momento que fuera necesario. Una con ropa de invierno, otra de verano.

Todos los días, de mañana, el Mamo pasaba a buscar a Pinochet por su casa y se trasladaba con él hasta el edificio Diego Portales, donde desayunaban. Ese era el momento en que el jefe de la DINA desplegaba todo su encanto. El tema no eran sólo los opositores y grupos de izquierda, que pronto estuvieron bajo control. Tanto o más peligrosos eran los militares y altos funcionarios de gobierno que podían amenazar el poder absoluto de Pinochet. A ellos, más que a nadie, había que mantener a raya. Por eso, Contreras se ocupó de pinchar sus teléfonos y espiar sus movimientos. Y por eso, también, se ganó enemigos dentro de la misma dictadura. Había una carpeta para cada persona importante, y esas carpetas, que contenían secretos profesionales y de alcoba, eran su seguro de supervivencia: Manuel Contreras, dice el destituido capitán Carlos Vergara, era un maestro de la extorsión, un conspirador de libro.

El Mamo se hizo imprescindible. Un guardia personal de Pinochet y de sí mismo: cuidando las espaldas de su jefe, cuidaba sus propias espaldas. Si no descubría un plan para atentar contra el dictador o su familia, se lo inventaba. Y como Pinochet era un hombre desconfiado, receloso de su propia sombra, necesitaba a una persona como el Mamo que, además, se ganó la confianza y amistad de Lucía Hiriart, la esposa de Pinochet. “Un amigo de la casa”, lo definió Gonzalo Vial, ex ministro y biógrafo del dictador.

Según se lee en Doña Lucía, el libro de la periodista chilena Alejandra Matus sobre la esposa de Pinochet, el Mamo se hizo tan querido y necesario que en 1978, cuando a Pinochet no le quedó otra que mandarlo a retiro ante la presión de Estados Unidos por el atentado que la DINA había ejecutado en Washington dos años antes contra el ex canciller Orlando Letelier, Lucía Hiriart visitó al Mamo en su casa, en señal de desagravio, y luego, en señal de protesta contra su marido, no regresó a la suya en dos semanas. El general tuvo que pedir la mediación de un obispo para hacer entrar en razón a su esposa.

Lucía Hiriart era implacable con aquellos oficiales del ejército que engañaban a sus esposas, quizás no tanto por su fervoroso catolicismo sino porque ella misma era engañada. Tenía su propia red de informantes, de seguro proporcionada por el Mamo, y ningún adúltero de uniforme se salvaba de ser llamado a retiro o destituido de su cargo. Ninguno, a excepción del propio jefe de la DINA. Porque el mecanismo de relojería montado por el Mamo empezaba en su propia oficina, mediante un estricto control interno de su personal. Para saber lo que hacían y conversaban sus agentes de mayor confianza, procuró que unos vigilaran a otros. Y procuró hacerles saber a todos que, como alguna vez dijo Pinochet, en la DINA tampoco se movía una hoja sin que el jefe lo supiera. El respeto se cultivaba con dosis equitativas de miedo y recompensas. Según la Chany, el Mamo se preocupó de mantener un ambiente de camaradería y de asegurar las mejores condiciones para su personal. Aguinaldos, servicios de salud, cabañas de verano, premios. Era común que, después de algún operativo de relieve, los agentes fueran recompensados con un viaje de placer junto a sus esposas o amantes, daba igual, mientras no se enterara doña Lucía.

Un ex agente de la DINA me dirá que el Mamo era particularmente vanidoso del poder que ostentaba. Fue él mismo quien recibió en su oficina de calle Belgrado a las tres militantes de izquierda que, después de permanecer varios meses bajo custodia de la DINA, sometidas a torturas, fueron integradas de manera formal como agentes —con sueldo, credencial y beneficios—, bajo un estricto control. Marcia Merino, una de esas tres mujeres, contó a la justicia que, por alguna razón, en la DINA las prisioneras “eran propiedad” del agente que había practicado la detención. También contó de esa reunión realizada en mayo de 1975, en las oficinas del cuartel general de calle Belgrado, en la que el Mamo, recibiendo por separado a las tres, “hace una larga disertación sobre ex guerrilleros que pasan a colaborar con organismos de seguridad de otros países”. Las tres mujeres quedaron alojadas en un departamento de las torres San Borja, a pocas cuadras del cuartel general. Y a partir de ese momento, según el mismo testimonio, fue común que el Mamo y sus hombres se dejaran caer en ese departamento tras la jornada de trabajo. Llevaban “comida y mucho trago”, testificó Marcia Merino, apuntando un detalle: el jefe de la DINA hacía “insinuaciones amorosas” a las tres.

La Chany dice que no vio nada de eso. Admite que el hombre tenía su genio, que cada tanto lo escuchaba gritarle a algún agente. Pero a puertas cerradas, en confianza, dice que era una buena persona, capaz de ayudar a un ser humano en problemas, como lo hizo con ella cuando su padre tuvo un lío de dinero que lo llevó a la cárcel.

—Le voy a estar agradecida por siempre por eso —me dice Chany—. Yo no sabía qué hacer con el problema que tenía, estaba desesperada, don Manuel me vio llorando y me preguntó: Qué te pasa, Negra, ¿algún problema? Ven a mi oficina y cuéntame, y yo fui a su oficina y le conté lo que estaba pasando con mi papá. Él no me dejó terminar. Entiendo, entiendo, me dijo, quédate tranquila, yo te voy a ayudar, y ese mismo día me volvió a llamar a su oficina y me entregó un sobre con dinero. Yo no sabía qué decir. Imagínate. Al final le dije que no sabía cómo se lo iba a pagar y él me dijo: Anda tranquila, Negrita, ¿quién te está diciendo que me lo pagues?

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