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Adelanto de “El Mapa de lo Remoto”, de Lyuba Yez

Por ~ Publicado el 14 noviembre 2008

Javier avanza por los pasillos del aeropuerto, sintiendo en el cuerpo el peso de la pastilla para dormir, los dos whiskys y las casi catorce horas de viaje. A pesar del cansancio, se anima con el paisaje que lo rodea. Cuando tomó el avión rumbo a Madrid, hace doce años, la terminal de aviones era más pequeña y estaba plagada de remodelaciones que parecían interminables. No está tan mal después de todo, piensa al observar la moderna construcción, las tiendas de delicatessen y los restaurantes de cadenas internacionales.

Ha escapado de una ciudad para sumergirse en otra, más pequeña, quizás, pero igual de caótica y llena de gente estresada. Aún así, siente cierta satisfacción de regresar con la frente en alto por haber logrado lo que otros no, por haberse quedado en España con un trabajo estable y la tranquilidad que otorga estar lejos de todo. El destino trazado y conseguido, porque en la cabeza de Javier no calzaba lo imposible. Para él, nada debía fallar, todo estaba perfectamente calculado: mucho trabajo, amigos nuevos, los primeros éxitos, un círculo influyente y mujeres, muchas mujeres, de todas las edades, de todos los colores e idiomas.

Visto desde lejos, Javier no parece ser lo que en verdad es. Aparentar siempre ha sido su don, uno de los tantos que la vida quiso darle. Todo está bien, todo va a estar bien, piensa, mientras avanza por la fila de los recién llegados. Recorrerá las calles, podrá reencantarse con las nuevas edificaciones, tomará un café en algún lugar cerca del Parque Forestal –el sitio de moda de los “artistas burgueses”, donde todos sus colegas se han mudado– y logrará desconectarse de las culpas, de los errores, de Catalina y los recuerdos.

Se detiene en el Duty Free a comprar unos chocolates para Slavia, caramelos para su sobrino –al que vio por última vez cuando el niño aún no hablaba–, un perfume para su madre y, a regañadientes, algo para Tomás. No está dispuesto a quedarse en la casa de Ñuñoa y aquella sacrificada amabilidad valdrá la pena si logra zafarse de la falda materna –la castradora, la dominante–, para dormir en algún sofá del departamento de su hermana y su insípido cuñado. Él también dedica más de lo normal al trabajo, es cierto, pero para Javier la diferencia está en que Tomás lo hace sin talento. El marido de Slavia carece de brillo en todos los sentidos y para él ese es el primer paso hacia el desprecio absoluto. Ello y saber, desde el principio, que su hermana escogió mal.

Paga un taxi hasta Vitacura. Se sorprende por la rapidez del trayecto, gracias a una nueva carretera, obra del gobierno saliente, según le comenta con orgullo el taxista. Javier sonríe con nostalgia al comprobar que, a pesar de los adelantos, Santiago no ha dejado de ser una urbe destruida y en constante reconstrucción que busca inútilmente asimilarse a las grandes capitales. Un sitio desordenado y sin identidad, como el bar de Franjo.

El chofer baja y sube el vidrio de la ventana cada cierto tiempo. Javier sabe que es por él y el desagradable olor que trae a cuestas. No se ha bañado desde hace tres días, se negó a entrar a la ducha con Miranda –demasiada intimidad con una prostituta– y no ha tenido más alternativa que mojar sus axilas en el baño del aeropuerto. Por el espejo retrovisor puede observar una barba naciente que lo hace verse curiosamente más joven; no se la quitará, le gusta parecer menor de lo que es, aunque las líneas alrededor de sus ojos lo delaten.

Un atochamiento a la salida de la carretera le demuestra que las cosas han cambiado: nunca vio tantos autos en la ciudad. Javier tampoco es el mismo, por mucho que quiera aparentar. Mira sus manos y las descubre hinchadas, sus pies se asfixian en unos zapatos de cuero italiano nada de apropiados para el verano que aún no termina. En la radio anuncian treinta y tres grados Celsius y él empieza a sentirse mal.

Su hermana sigue viviendo en el mismo edificio al que llegó recién casada. Una construcción común y corriente, el horrendo diseño tipo “lustrín”, que tanto desprecia el ojo implacable de Javier, y que ahora se ve peor con el paso del tiempo. Baja del taxi, cargando dos pesados bolsos y toca el citófono. Nadie lo espera. El conserje se asoma y le entrega las llaves que Tomás le ha dejado en un sobre sin nombre. Al abrir la puerta, lo recibe una frialdad que calza perfectamente con la idea que Javier se ha hecho de la vida de su hermana: las paredes en tono verde agua, una extraña decoración minimalista mezclada con artesanías latinoamericanas pasadas de moda, una mesa de centro de madera terciada y algunos juguetes de Tommy repartidos por el suelo.

–Bienvenido a casa –ironiza, moviéndose por el lugar con el sigilo de un delincuente.

Sobre la mesa de entrada, junto al teléfono, una foto reciente muestra a la pequeña familia en un campo de golf. El pequeño Tomás luce con orgullo unos palos plateados, junto a su padre sonriente y a una seria Slavia, que representa algo más que sus treinta y dos años. Javier nota que las cosas no han cambiado mucho. Después de casarse, debido a una inexplicable confianza en el Billings, la menor de los Viuscate se había entregado a una vida plana y aparentemente cómoda: un departamento en un buen barrio, un lindo hijo y el novio de toda la vida a su lado. Lo quisiera o no, había logrado retenerlo, movida por la tonta convicción juvenil de que Tomás era “el” hombre. La foto estaba en el lugar correcto, aunque por años la mujer retratada –a cada segundo más aburrida y seria– hubiera soñado con una casa en la playa y una cama compartida con un atractivo buzo extranjero. Nunca fuiste muy profunda, solía decirle Javier, ni profunda ni brillante… Pero cómo la quería y la extrañaba.

El agudo timbre del teléfono lo sobresalta. Atiende nervioso, pero de inmediato se relaja al oír la cálida voz de su hermana al otro lado de la línea.

– ¿Y esta sorpresa, querido? –dice ella con tono alegre, pero cansado.- No puedo creer que estés en mi casa.

– Qué quieres que te diga… Estoy ofendido. Me tienes completamente abandonado. Te estuve llamando pero nunca contestas. Me tuve que entender con el pelmazo de tu marido, joder, que tú sabes que me complica mogollón –responde él con un fingido acento español.

Puede oír la risotada de ella y un par de besos que le lanza por el teléfono. Sigue siendo su admiradora, alabando sus bromas.

–Y ahora llego a tu casa y me encuentro con un montón de juguetes repartidos. No me vas a salir con que quieres que vaya a buscar al niño al colegio…–continúa él, quitándose los zapatos calientes–. Me muero de hambre, ¿ya te vienes?

–De eso quería hablarte –dice ella, cambiando bruscamente el tono–. Tengo que pedirte un par de favores.

–¡Ah, entonces lo del colegio va! Qué mierda. –bromea.

–Sí, qué mierda –repite ella con seriedad–. Oye, quiero verte.

–¡Bueno, yo también! ¿Te vienes a casa o qué?

Se produce un silencio. Javier mira a su alrededor, notando la soledad del lugar y lo intocable de sus objetos. Tiene un mal presentimiento, idéntico al de aquella tarde en la consulta del ginecólogo de su mujer, cuando recibió las malas noticias: antes de entrar sintió una extraña opresión en el pecho, un mensaje que no supo descifrar a tiempo. “Te has sentido bien, ¿cierto?”, preguntó nervioso a Catalina. Ella acarició su rodilla y se puso muy cerca para decirle: “Tú sabrías si me siento mal. Te recuerdo que compartimos el mismo piso desde hace años”. Javier no pudo sonreír, aterrado ante la posibilidad de que aquel repentino dolor fuera un mal presagio.

–¿Viniste solo o trajiste a la novia? –pregunta Slavia, para bajar la tensión.

–¿Dónde estás? ¿Encerrada en un baño? No se escucha un solo ruido.

–Ese es un mal de nuestros tiempos –suelta una carcajada leve–. Con esto del celular nos hacemos tan ubicables que perdemos el factor sorpresa.

–¡Vaya! ¿De pronto te volviste inteligente?

–Mira, Javier, vas a tener que venir tú. No puedo moverme de aquí –continúa, como si no lo hubiera escuchado.

–Te has sentido bien, ¿cierto? –balbucea él, sin poder disimular su terror.

Javier se agacha y se quita los calcetines lentamente. A duras penas puede soportar el silencio al otro lado del teléfono y la quietud de ese departamento inhóspito. La voz fría de Slavia resucita aquel irreprimible dolor en el pecho.

–Anota la dirección. Estoy internada en una clínica.

–¿En una clínica? ¿Y por qué Tomás no me dijo nada?

–Él no lo sabe aún –su respiración se oye entrecortada–. Serás mi única visita, hermano. Y, cuando salga de aquí, premiaré tu silencio con una botella de vino en el bar que quieras.

Javier toma el lápiz que está junto al teléfono y anota la dirección con la mano temblorosa. Al fin se convence de que las cosas han cambiado.

**Aquí es cuando la historia que había empezado a contar sobre Javier Viuscate, un arquitecto cuarentón que huye de un gran dolor y se refugia en Santiago, da un giro. Él, que había partido a Madrid hace varios años, se ve obligado a volver a una ciudad que desconoce después de la muerte de su hija. Entonces decide escapar para encontrarse –y creo que esa es una de las tantas ironías de esta historia- con otro drama del que deberá hacerse cargo.


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