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La traición sublime de William Langewiesche

Por ~ Publicado el 28 abril 2009

William Langewiesche tenía 35 años cuando publicó su primera pieza en el Atlantic. El sueño de toda su vida, de ser como John McPhee y pertenecer al selecto grupo de periodistas que viajan y se toman meses para entregar un artículo, se le había cumplido.

Viendo a William Langewiesche en persona no es difícil encontrarle rasgos parecidos a los de un boxeador: la forma de la nariz, los ángulos del mentón, sus ojos a medio cerrar. También ayuda que el hombre sea grande y corpulento. Las chicas en general lo encuentran un tipo bien parecido. Entonces, para ser justos, vamos a decir que Langewiesche parece un boxeador atractivo. Un boxeador con garbo y glamour que no desentona ni en Nueva York ni en Bagdad.

El tema del look en Langewiesche, puede parecer banal, pero no lo es. No solo hablamos de un hombre que ha escrito para la indispensable revista Atlantic Monthly y que ahora es corresponsal internacional para la pulposa sección internacional de Vanity Fair. También hablamos de un hombre que ha pasado gran parte de los últimos 20 años viviendo y reporteando en zonas de guerra o sitios tremendamente conflictivos.

De donde todos salen (o quieren salir), Langewiesche entra (o quiere entrar).

Es así y así le gusta a él. Pero para entrar (y sobrevivir) se necesita tener presencia. Parecer rudo y ser rudo cuando es necesario. Que la gente alrededor tuyo intuya que si las cosas se ponen feas, el reportero que tienen al frente no se va a doblar. Y en eso, el físico robusto de Langewiesche y sus rasgos toscos, ayudan. Tienen que ayudarle.

Después de todo, el hombre, después de tantos años de ajetreo, sigue vivo.

En su hoja de ruta se cuentan largos pasos por lugares como Kosovo, Irak o Afganistán. Su serie de tres artículos sobre la zona cero de las Torres Gemelas, lo tuvo seis meses reporteando sobre los escombros, ahí con las cuadrillas de rescate y el equipo de forenses. Fue en esa pasada donde salió a relucir el valor de reportero de Langewiesche. Después del atentado, los periodistas eran llevados en grupos, casi como preescolares, a la zona cero. Langewiesche dice que nunca ha ido a una conferencia de prensa y que prefiere volver a volar aviones antes de hacerlo. Entonces Langewiesche hizo lo que siempre hace: entró donde se supone no debía estar.

La muerte y la destrucción no lo conmovieron en demasía. A la hora de hacer el trabajo, Langewiesche no se queda pegado en sentimentalismos. De su voz cavernosa uno puede oír frases como: “No creo que las pulsaciones me hayan subido ni una sola vez en Irak”, o esta, cuando se encontró por primera vez en medio del desastre de las Torres Gemelas: “Fue una escena familiar. Conozco la guerra, conozco su perfume, su cara. No me puse emocional al ver todo eso”.

Esa misma pachorra al hablar le consiguió el permiso para tener acceso ilimitado a toda la Zona Cero. También ayudó que el tipo que tenía que timbrarle la autorización fuera un gran admirador de sus artículos en el Atlantic Monthly. Y así, impulsado por esa especie de mandato interior de no reportear lo que la fuente te quiere mostrar, Langewiesche se convirtió en el único periodista en el mundo con acceso ilimitado al lugar del desastre más grande en la historia de Nueva York.

La serie de tres largos artículos en el Atlantic Monthly se convertiría en un libro. Y el libro se convertiría en un hit: American Ground se transformó en referencia obligada de todos aquellos que querían sumergirse en las labores de limpieza de la Zona Cero, siendo el foco principal los ingenieros que construyeron el hito arquitectónico, que lo habían mantenido a través de los años, y que en esta pasada, con Langewiesche a su lado, estaban a cargo de limpiar el desastre.

Langewiesche, con su cara de boxeador bonito, había logrado contar la historia que nadie había podido o querido contar.

TOMPKINS Y YO

De las muchas veces que ha estado en Chile, Langewiesche dice tener algunos borrones. A finales de los noventa despachó varios reportajes sobre el país para el Atlantic Monthly. Un texto certero y que no recuerda haber escrito es un breve ensayo llamado “El discreto encanto de la burguesía chilena”, título que parafrasea una película de Luis Buñuel sobre la clase alta francesa.

Langewiesche escribía en 1997 sobre el clima que se respiraba en Chile: “Los niños ya no pelean en los colegios por las ideologías de sus padres. La política chilena se ha convertido en algo tan silencioso que incluso los políticos dudan sobre la necesidad de involucrarse demasiado. La idea general es dejar a los tecnócratas gobernar. La gente quiere seguir con sus vidas, ganar dinero, y que la dejen tranquila”.

Aunque las palabras de Langewiesche suenan mucho más parecidas al Chile de hoy, que al de 1997, año en que los votos duros seguían siendo duros, la tesis no deja de ser visionaria. Los niños volverían a discutir sobre las ideologías de sus padres después de la detención de Pinochet en Londres, pero ese fue el gran lapsus de polarización durante los gobiernos de la Concertación. La gente, hoy más que nunca, quiere que la dejen tranquila y que los políticos de la vieja escuela dejen de gobernar. En eso, Langewiesche tuvo el olfato necesario para predecir hacía dónde iban las cosas.
Pero su trabajo más bullado fue un perfil al empresario ambientalista Douglas Tompkins. Langewiesche pasó varias semanas hablando con gente del sur sobre lo que Tompkins significaba para ellos. Y aunque Langewiesche considera que Tompkins ha sido tratado injustamente por gran parte del pueblo chileno, también se encargó de describirlo como un hombre bueno, pero inmensamente ingenuo. “Él realmente creía que le iban a dar las gracias por su proyecto, por crear un gran parque para Chile. Nunca imaginó el rechazo que iba a producir su manera de hacer las cosas”.

Langewiesche luego supo que Tompkins no estaba contento con su artículo. El empresario estaba acostumbrado a que la prensa norteamericana en general lo tratara con delicadeza. Un par de semanas después de la publicación del reportaje, Langewiesche recibía una carta de Kristine McDivitt, la esposa de Tompkins. “En toda mi carrera nunca he recibido una carta como la de ella. Me decía, sin pudor alguno, que yo había venido a esta tierra a hacer el mal. Ni Tompkins ni su esposa son mala gente, pero tienen actitudes muy parecidas a los de los primeros misioneros ingleses que poblaron Estados Unidos”.

ESCRIBIR, ESCRIBIR, ESCRIBIR

Langewiesche comparte dos cosas con su padre: la profesión de piloto de aviones y su amor por la escritura. Aún así, Langewiesche no ve la conexión tan claramente: “Tiene que haberme influenciado, pero de una forma natural, casi inconciente. Él era un hombre mayor, me tuvo cuando tenía más de cincuenta, y sabía que yo quería convertirme en escritor. Nunca me apoyó ni me impulsó, pensaba que escribir bien era demasiado duro y que ganarse la vida como escritor era más duro todavía. Él ya había sufrido mucho tratando de escribir”.

El nombre de su padre era Wolfgang, como el primer nombre de Mozart. Wolfang Langewiesche era un inmigrante alemán que escapó de Hitler antes de que la segunda guerra mundial empezara. No era judío, era solamente un ciudadano alemán en contra de Hitler. Paradójicamente, Langewiesche padre, terminó probando aviones americanos que pelearían contra su país natal en la guerra. El año 44 escribió un libro sobre el arte de volar, que se transformó en una especie de Biblia para los pilotos. Es EL manual de aviación americano y lleva 250.000 copias vendidas al día de hoy.

La hermana de Langewiesche se quedó con los derechos.

Con su padre, Langewiesche aprendió a volar aviones desde la tierna edad de los cinco años. En la cabina junto a él hizo todo el entrenamiento que necesitó para empezar a ganarse la vida como piloto. Eso fue a los 18 años. La paga era decente y le permitió estudiar antropología en la Universidad de Stanford mientras piloteaba de noche. “Nunca aprendí nada, nunca ejercí, sólo quería sacar un título. Era difícil entrar a Stanford, pero una vez adentro podías sacar buenas notas sin estudiar y yendo a pocas clases. La universidad, en general, fue una pérdida de tiempo”.

Según Langewiesche, el título nunca le sirvió de nada, ni para encontrar un trabajo de mesero. Radical como suena, no lo parece tanto viniendo de su boca. Sus juicios son casi siempre tajantes, absolutistas, aunque parezca que sus historias van a ninguna parte. Esa es la ilusión que da, ya sea de manera oral o escrita. Las palabras, la manera de masticarlas, de hacerlas fluir parecen un juego de cortinas finas para el que escucha o para el que lee. Te puedes quedar ensimismado apreciando la calidad de la tela, admirando los luminosos colores, hasta que esas cortinas, de repente y sin avisar, te caen en la cabeza. Y duele.

En ese sentido, ni Langewiesche se salva de sí mismo. Cuando habla de sus años piloteando aviones siempre enfatiza en lo miserable que fue, en lo horrible que es trabajar de piloto. En una mesa de un bar de Pedro de Valdivia norte, mientras Langewiesche engulle pedazos de jamón serrano y trocitos de queso, aprovecho de poner en duda su afirmación. Le digo que la mayoría de los pilotos ganan buen dinero y llevan una vida más o menos glamorosa.

“Eso es lo que siempre dicen para levantar chicas”, contesta sin anestesia. “Pero cuando estamos solos y no hay nadie más a nuestro alrededor, todos nos quejamos de lo horrible que es ser piloto”.

—¿Entonces por qué no fuiste reportero antes?
Porque nunca quise ser reportero. Nunca podría haber trabajado como reportero de crónica de un diario. Siempre quise ser como John McPhee del New Yorker. Siempre quise ser un muy buen escritor y por eso escribía todos los días mientras piloteaba. Eso es todo lo que hacía en mis ratos libres: escribir, escribir, escribir. Si no llegué antes a una revista como el Atlantic Monthly es simplemente porque no era lo suficientemente bueno.

William Langewiesche tenía 35 años cuando publicó su primera pieza en el Atlantic. El sueño de toda su vida, de ser como John McPhee y pertenecer al selecto grupo de periodistas que viajan y se toman meses para entregar un artículo, se le había cumplido. Es tal la devoción de Langewiesche por las palabras que, cuando no está reporteando y está escribiendo en su casa, a veces se toma un día entero para escribir un párrafo.

“No es siempre, pero a veces me pasa. Es que soy un total esclavo de mi trabajo porque no lo siento como un trabajo. Con suerte salgo a navegar en un viejo yate que tengo en casa unos cinco días al año. Pero todo lo demás es trabajar”
A eso los gringos le llaman workaholism: Adición al trabajo. Pero en el caso de Langewiesche el asunto es un poco más elaborado. En el caso de Langewiesche lo que cuenta es la verdad. Su verdad. Una verdad de meses de reporteo. Y que luego se junta en un hermoso y contundente texto que, a veces, adopta el tono de un elocuente ensayo. Desde el punto de vista del lector, es como si Angelina Jolie te asesinara después de meses de intensa relación en un hotel en Bagdad.

La experiencia estética es absolutamente hermosa en un lugar absolutamente horrible. Pero te gusta. La disfrutas igual. Hasta que llega el balazo inesperado.

Y caes.

Eso es producto de la adicción de Langewiesche.

O de su obra.

Sin duda, la traición en el nivel más sublime.

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